Siempre hemos hablado de la inhabitación divina en el corazón de la persona que vive en gracia. Hoy podemos decir también que la Trinidad está presente en el templo de la comunión matrimonial. (…) La presencia del Señor habita en la familia real y concreta, con todos sus sufrimientos, luchas, alegrías e intentos cotidianos. Cuando se vive en familia, allí es difícil fingir y mentir, no podemos mostrar una máscara. Si el amor anima esa autenticidad, el Señor reina allí con su gozo y su paz. En esa variedad de dones y de encuentros que maduran la comunión, Dios tiene su morada. Esa entrega asocia «a la vez lo humano y lo divino», porque está llena del amor de Dios.
Una comunión familiar bien vivida es un verdadero camino
de santificación en la vida ordinaria y de crecimiento místico, un medio para
la unión íntima con Dios. Porque las exigencias fraternas y comunitarias de la
vida en familia son una ocasión para abrir más y más el corazón, y eso hace
posible un encuentro con el Señor cada vez más pleno. (…) Mi predecesor
Benedicto XVI ha dicho que «cerrar los ojos ante el prójimo nos convierte
también en ciegos ante Dios», y que el amor es en el fondo la única luz que
«ilumina constantemente a un mundo oscuro». Sólo «si nos amamos unos a otros,
Dios permanece en nosotros, y su amor ha llegado en nosotros a su plenitud» (1
Jn 4,12).
Quienes tienen hondos deseos espirituales no deben sentir
que la familia los aleja del crecimiento en la vida del Espíritu, sino que es
un camino que el Señor utiliza para llevarles a las cumbres de la unión
mística”.
Papa Francisco, Exhortación Apostólica Amoris laetitia,
nn. 314-316.
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