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viernes, 8 de marzo de 2024

Alegría en el corazón de Dimas

Hemos entrado en Cuaresma, tiempo de preparación para celebrar la Semana Santa, con la Pascua cristiana: el triunfo de Cristo, después de su Pasión y muerte en la Cruz. Al resucitar recibió, como hombre, la gloria que tuvo junto a su Padre Dios, antes de encarnarse en el seno de María Virgen. Y así nos abrió las puertas de su Reino que desea compartir con todos nosotros.

Dimas, en su alma espiritual, fue el primero en contemplar la belleza del rostro de Cristo que, poco antes de morir, le había prometido: En verdad te digo que hoy estarás conmigo en el paraíso (Lc 23, 43). La alegría debió invadirle el corazón al oír esas palabras; antes, en su más profunda interioridad, realizó un proceso de conversión lleno de hondura y sinceridad, digno de meditar y ser imitado.

La conversión, según el diccionario de la Lengua, comporta “transformar(se) en algo”: toda persona, por ejemplo, que cambia su actitud o comportamiento respecto a determinadas realidades, ordinariamente positivas; entendemos que la conversión se realiza siempre abrazando valores que enriquecen al sujeto. Me referiré a la transformación operada en el corazón de Dimas, al proceso interior que comporta toda conversión cristiana, aunque cada una se acompañe de circunstancias particulares y del personalísimo componente de sufrimiento y de gozo. Este doble sentimiento se origina porque toda verdadera conversión implica reconocer dolorosamente, ante Dios, lo que hayamos hecho mal; pero, a la vez, brota también la alegría al experimentar su perdón y amor misericordioso.

En el lenguaje del Nuevo Testamento, para hablar de conversión se usa el término griego ἐπιστρεφω (epistrepho), que significa 'volverse a'; es decir, el converso se vuelve hacia el otro, dirigiendo su mirada hacia él y, más concretamente, hacia Dios, ya sea en la persona del Padre o en la del Hijo: hacia Cristo, que nos llama directamente a la conversión, como escribe san Marcos: “Vino Jesús a Galilea predicando el Evangelio de Dios y diciendo: El tiempo se ha cumplido y el Reino de Dios está al llegar; convertíos y creed en el Evangelio” (Mc 1, 14-15). En ello nos va la vida. Acoger por la fe el mensaje de verdad y amor de Cristo, da pleno sentido a la existencia e implica rechazar cuanto se opone al amor de Dios.

Me he referido al doble sentimiento -dolor y alegría- que comporta toda conversión, como muestra la parábola del hijo pródigo, que decide volver a la casa y al amor del padre, después de reconocer su pecado: “Me levantaré e iré a mi padre y le diré: ‘Padre, he pecado contra el cielo y contra ti” (Lc 15, 18). Era una verdad que, sin duda, le desgarraba interiormente, pues, como escribe Ratzinger, la conversión es “aceptar los sufrimientos de la verdad” (El Camino Pascual. BAC, p. 27-28). Al mismo tiempo, también, brotaba la alegría del encuentro, al sentir el abrazo amoroso del padre que “se le echó al cuello y le cubría de besos” (Lc 15, 20).

La parábola se hizo realidad en Dimas, antes de morir en la cruz. Aunque solo Cristo conociese los entresijos de su interioridad y el proceso que le hizo pedirle perdón, cabe imaginar lo ocurrido en su corazón. La gracia del Espíritu Santo, como relámpago de luz, iluminó de golpe su vida entera, haciéndole reconocer su mal obrar; y esto, unido a la mansedumbre y amor de Cristo que veía a su lado hizo que, dirigiéndose en primer lugar a su otro compañero, dijese: “¿Ni siquiera tú, que estás en el mismo suplicio temes a Dios? Nosotros estamos aquí justamente, porque recibimos lo merecido por lo que hemos hecho; pero éste no ha hecho ningún mal.” Y, enseguida, vuelto a Cristo, “decía: Jesús, acuérdate de mi cuando llegues a tu Reino” (Lc 23, 4-42).

La mención que hizo al temor a Dios no hay que verla, en su caso, como un temor servil por miedo al castigo, sino el temor que es don del Espíritu, propio de quienes aman de verdad. Es el miedo de la persona sinceramente arrepentida, ante la posibilidad de volver a ofender a un Padre que es todo Amor.

Pero Dimas y su testimonio no se pierden en la noche de los tiempos. En nuestros días hemos conocido conversiones análogas, al filo del siglo XXI,. En su libro “Con la Biblia y la parabellum”, refiere Ontoso la conversión de José Luis Álvarez, “Txelis”, antiguo miembro de ETA. Recojo un pasaje en el que, refiriéndose a sus años de cárcel, habla directa y personalmente el interesado: “Veía a mi alrededor personas que eran muertos andantes. Muertos psíquicos. Estaban muy afectados por su historia (…) Llegué a ver el infierno en el sentido más atávico del término, como un lugar de sufrimiento...” (“Con la Biblia y la parabellum”, p. 372)

Preguntado por el autor del libro: “¿Fue el miedo al infierno lo que llevó a Txelis a su conversión?”, responde: “No ha sido mi caso en absoluto. La fe me enfrentó a cosas peores que el miedo a un supuesto infierno, porque creer me suponía, por ejemplo, arrepentirme hasta la médula de las cosas a las que yo pude contribuir en mi época de militancia. Fui un militante convencido, y esa responsabilidad moral está en mí. Mi fe me obligaba a ir mucho más allá: debía rechazar la violencia y decirlo claramente.” (Ibid., p. 373).

La conversión cristiana -con ayuda de la gracia que nunca falta-, implica arrepentirse “hasta la médula”. Es la verdad de reconocer dolorosamente el mal cometido -el pecado que ofende a Dios-, y arrepentirse de ello, lo que lleva a pedirle humildemente perdón.

El motor de la verdadera conversión es el amor a Dios, no el temor; por eso, desde Dimas hasta el último converso, harían suyas de buen grado las palabras del conocido soneto, de incierta autoría:                                                                                  

“No me mueve, mi Dios, para quererte / el cielo que me tienes prometido,
          ni me mueve el infierno tan temido / para dejar por eso de ofenderte.

Tú me mueves, Señor, muéveme el verte / clavado en una cruz y escarnecido / muéveme ver tu cuerpo tan herido, / muévenme tus afrentas y tu muerte.

Muéveme, en fin, tu amor, y en tal manera, / que aunque no hubiera cielo, yo te amara, / y aunque no hubiera infierno, te temiera.

No me tienes que dar porque te quiera, / pues aunque lo que espero no esperara, / lo mismo que te quiero te quisiera.”

Los cristianos tenemos un sacramento, el de la confesión, en el que Dios nos ofrece revivir, como hizo Dimas, la parábola del hijo pródigo. La alegría que embargó su corazón al oír las palabras de Cristo también llena el nuestro cuando limpiamos nuestra alma. Se lo he oído decir a san Josemaría: que la confesión “es el sacramento de la alegría”. Y los sacerdotes, administradores del perdón de Dios, lo hemos podido comprobar miles de veces a lo largo de nuestra vida.

(publicado en El Confidencial)

 

Y Blas Pascal tenía razón

El pasado 4 de marzo París echó las campanas al vuelo.  ¿Motivo?: el pleno de las dos Cámaras de gobierno había ratificado la inclusión en el texto constitucional del derecho al aborto. La votación final arrojaba la abrumadora mayoría de 780 votos a favor y 72 en contra. Este resultado hizo que Versalles luciera sus galas, con diputadas ecologistas vestidas de blanco. Todo el acto, como si se tratara de un gran evento deportivo, se pudo seguir a través de una enorme pantalla en la plaza de Trocadero; y ¡cómo no! la Torre Eiffel especialmente iluminada, contribuyó a la fiesta.

Este evento merece algunas reflexiones trascendentes porque, pensándolo bien invita más a llorar que al festivo repicar de campanas. Sin salirnos de París, al conocer la noticia, mi imaginación voló a la iglesia de san Esteban del Monte, donde reposan los restos de santa Genoveva patrona de la ciudad, y los de Blas Pascal. Por momentos lo he imaginado levantándose de la tumba y alzando su voz para proclamar con fuerza dos de sus famosos pensamientos: “El corazón tiene razones que la razón ignora”; pero ni así: esta vez -añadiría el filósofo-, en Versalles no han acertado ni uno ni otra… Y también se habría acordado de su: “Jesús estará en agonía hasta el fin del mundo”. (Pensamientos, n.553).

En el siglo XVII, evidentemente, Pascal ni sus contemporáneos se plantearon debatir sobre el aborto, y aunque lo hubieran hecho no habrían podido apelar a las certezas que la ciencia médica nos ofrece hoy día para rebatir, junto con otros argumentos racionales, el mal llamado “derecho al aborto”. Pero los pensamientos pascalianos sí arrojan luces para defender que toda vida humana, por su trascendencia y valor supremo, es una realidad que comienza en el seno materno, toca lo sagrado y suprimirla entraña un gravísimo ultraje. Por eso he querido despertar a Pascal de su tumba y hacer oír su voz.

En la votación del día 4 se ausentaron los dos referentes -cabeza y corazón- de su famoso binomio: el corazón no hizo oír sus razones, ni la razón aportó argumentos válidos. La máxima de Pascal admite diferentes lecturas; la que considero acertada, libre de prejuicios, no implica básicamente que corazón (sentimientos) y cabeza (razón) hayan de ignorarse o contraponerse como si fueran enemigos enfrentados, sino todo lo contrario: deben caminar unidos. Nos regimos por la inteligencia que puede “leer” el genuino sentido interno de la realidad, y conforme a esa lectura armonizarlo con el corazón. El despliegue del razonar intelectual, en su correcta lectura del verdadero sentido que nos muestran las realidades del mundo, “comunica” y llega al corazón de la persona para dirigir sus sentimientos, y así actuar rectamente. Entonces, en sintonía y unidad de acción, la obra que se realice -sea cual fuere- resultará conforme con la verdad y dignidad de la persona.

Siendo la unidad inteligencia-corazón el ideal de toda conducta, cabe sin embargo una disfunción del binomio y que sea el corazón, con su lenguaje propio, el que paradójicamente oriente y dé en la diana del recto actuar. Esto sucede cuando el juicio de la razón sobre un tema concreto – el “derecho al aborto”, en nuestro caso- ignore o no reconozca por motivos ideológicos o de otra índole, dónde está la verdad del tema en cuestión; y el corazón, entonces, salga en su ayuda. Pongo un ejemplo real, vivido hace dos años, que relataba en: “Las lágrimas del aborto”.

No era un titular retórico ni sensiblero, sino fruto de las lágrimas que había visto, expresivas de un dolor sincero -las “razones del corazón”, diría con Pascal- que reconocían claramente, como si fuesen lágrimas inteligentes, la verdad de un hecho reprobable: un aborto; es decir, la desnuda realidad de una grave injusticia que, en el momento de cometerla, la razón no la había reconocido como tal, ignorando su verdadera realidad. En la votación de París parece que la verdad de lo que es el aborto quedó ignorada, porque los dos referentes del binomio le dieron la espalda, dejando todo el protagonismo al componente ideológico.

 El hecho enlaza ya y tiene mucho que ver con la otra sentencia de Pascal, nacida de una visión trascendente de la vida y, más aún, desde su fe cristiana: “Jesús estará en agonía hasta el fin del mundo”. Audaz afirmación que cabe explicarla así: el conocimiento de Cristo, siendo Dios, trasciende los siglos y llega siempre hasta el “hoy” de cada momento histórico. Por eso pudo ver “anticipadamente” todos los eventos de la historia, sufriendo ya por todos los ultrajes ofensivos de la dignidad humana, y a la vez de la suya propia en cuanto hombre que era y también en cuanto Creador. Intuimos así que la “anticipada” agonía de Jesús en su Pasión por todos los futuros ultrajes, revive en Él -misteriosamente- con nueva actualidad, cuando llegado su “hoy histórico”, van aconteciendo en el curso de los siglos, como el evento del pasado lunes en París.

Se comprende que Juan Pablo II y Benedicto XVI hayan hecho suyo ese pensamiento de Pascal a propósito, precisamente, de sucesos que se han cobrado miles de vidas humanas. Así, en enero de 1994 el papa polaco convocó una jornada especial de oración y ayuno para pedir por la paz en los Balcanes. Se refirió a las “queridas poblaciones de aquellos territorios, a las que seguramente se puede aplicar de forma dramática las palabras de Pascal: ‘Jesús estará en agonía hasta el fin del mundo’”. E insistía: “Es difícil no vislumbrar en los acontecimientos que vienen sucediéndose desde hace años en la ex-Yugoslavia precisamente "la agonía de Cristo que continúa hasta el fin del mundo...". (Audiencia, 12-I-1994).

Benedicto XVI, por su parte, en abril de 2009 decía: “La pasión del Señor continúa en el sufrimiento de los hombres. Como escribe con razón Blaise Pascal, ‘Jesús estará en agonía hasta el fin del mundo’” (Audiencia 8-IV-2009). Y de nuevo, en su viaje al Reino Unido: “En la vida de la Iglesia, en sus pruebas y tribulaciones, Cristo continúa, según la expresión genial de Pascal, ‘estando en agonía hasta el fin del mundo’” (Homilía, Westminster, 18-IX-2010). 

En pleno azote de la pandemia, el papa Francisco reafirmaba que “la vida que estamos llamados a promover y defender no es un concepto abstracto, sino que se manifiesta siempre en una persona de carne y hueso: un niño recién concebido, un pobre marginado, un enfermo solo y desanimado...” (Audiencia 25-III-2020). La Pontificia Academia para la Vida ha recordado esa audiencia de Francisco y reafirmado el pasado día 4 que «en la era de los derechos humanos universales, no puede existir el 'derecho' a quitar una vida humana» (Pontificia Academia, “Declaración” 4-III-2024).

Aunque Blas Pascal no haya visto lo sucedido en el Palacio de Versalles pienso que, de haber estado allí, se habría reafirmado en su sentencia: “Jesús estará en agonía hasta el fin del mundo”. Y de haber podido votar en ese pleno, me da que lo habría hecho con la minoría, yendo contracorriente. No en vano, esas palabras sobre la agonía de Jesús las completó con estas otras: “no hay que dormir en este tiempo”. Hoy me he permitido despertarlo para que nos ayude a estar en una vigilia serena y lúcida, dispuestos a defender la verdad, aunque vaya contra contracorriente.

(publicado en El Confidencial)


sábado, 23 de diciembre de 2023

La Luz de Belén



Otra vez, Navidad. Ciegos o sordos habríamos de estar, para no darnos cuenta de que la fiesta del Nacimiento de Cristo está a las puertas. Ciegos, porque las luces que adornan calles y escaparates brillan por doquier; y sordos porque ruidos y bullicio no se quedan atrás. A esto se suma la impresión de que las prisas por adelantar el acontecimiento -promoviendo compras con tantas proclamas externas- creciesen de año en año. Todo sea bienvenido si las ramas no impiden ver el bosque, es decir, si la jarana y luces titilantes ayudan y no hacen olvidar “el misterio” que subyace al decorado exterior.

El “Misterio” subyacente sí, y esta vez con mayúscula, porque los cristianos celebramos el Nacimiento, en Belén, del Salvador del mundo. La fiesta del Hijo eterno de Dios hecho hombre es lo que late en la entraña del profuso bosque de luces y músicas que nos envuelven. Y para quienes no sean cristianos, no por ello la conmemoración del 25 de diciembre, dejará de ser el motivo de tanto reflejo externo.

Considero que todos, cristianos o no, tendríamos que cuestionarnos qué eco interior produce en nosotros este acontecimiento histórico que, al cabo de 21 siglos, sigue llamando a nuestras puertas. Ya es motivo serio de personal interpelación el que sean tantos los siglos transcurridos, sin que haya perdido fuerza.  Por eso, me parece fundamental que nos esforcemos por aminorar nuestro ajetreo incesante y hacer silencio en el interior del corazón.

Solo así los cristianos celebraremos la Navidad como Dios se merece; y quienes no lo sean, sabe Dios si recibirán también rayos de luz del que, en su oscuridad de Belén, nació para todos. Como ilustración de lo escrito hasta aquí, y para favorecer disposiciones personales que nos ayuden a acoger el Misterio y responder a su amor, me serviré de dos representaciones artísticas.

“Censo en Belén” es el título de un cuadro al óleo, del flamenco Pieter Brueghel el Viejo, de mediados del siglo XVI. Recoge la escena evangélica del empadronamiento en Belén, que registra san Lucas en su evangelio. El artista presenta un paisaje nevado en el que numerosas personas, aisladas o en pequeños grupos, transmiten la sensación de una incesante actividad, afanadas en sus trabajos. 

A las puertas de una gran casa, se ve un nutrido grupo de personas, agolpadas, pidiendo asilo; y en el centro del cuadro, dirigiéndose a ese alojamiento, aparecen dos figuras inconfundibles: María, montada sobre un jumento; y José que camina a pie, por delante, llevando el ronzal del borrico. Da la impresión de que estuviesen como perdidos y silenciosos, en medio de la marabunta y del movimiento que difunden a su alrededor todos los demás personajes.

La descripción que acabo de hacer, bien podría ser una imagen de nuestros días. Además de los actuales conflictos bélicos que tanto sufrimiento nos producen, vemos mucha agitación de distinto tipo y a diversos niveles: en el trabajo, en las relaciones sociales, en los grupos familiares, etc.. Estos contrastes en la convivencia social, en las relaciones laborales o familiares, de suyo no deberían ser motivo de inquietudes y desequilibrios; sin embargo, muchas veces dificultan e impiden que nos detengamos por fuera y nos apacigüemos por dentro.

Ahora, la conmemoración del nacimiento de Jesús es una llamada apremiante para serenar nuestras vidas y contribuir a que lo hagan también muchos otros. Si pacificamos el propio mundo interior, será más fácil que la mirada descubra a María y José perdidos entre la marabunta de “El censo en Belén”, y al Niño que, en breve, y sin ruido de palabras nos hablará desde la gruta de Belén. Correspondámosle con oración porque de eso se trata y a eso invita la “parada” que hagamos. Así dispuestos, oiremos su llamada y percibiremos su luz, sin dejar que pase de largo, ahora y en el curso de nuestra vida.

“La luz del mundo” es el título de la segunda obra pictórica con la que deseo ilustrar cuanto vengo diciendo: que el bullicio y los  reclamos exteriores no impidan que el amor de Dios reavivado en su Navidad, pase sin dejar huella en nosotros. William Holman es el autor inglés del cuadro, a mediados del siglo XIX.

Si en el óleo del “Censo en Belén” el movimiento y número de las figuras eran incontables, en “La luz del mundo” aparece una sola: Cristo, que vestido con una túnica blanca y portando un farol en su mano izquierda, llama con la derecha a la puerta de una casa. En realidad, son dos los protagonistas del cuadro: además de Jesús, cada uno de nosotros. aunque no estemos representados pictóricamente, pero nos sabemos presentes al otro lado de la puerta. La metáfora está más que clara y servida.

Cristo ha dicho de sí mismo: “Yo soy la luz del mundo”, y desea comunicarnos, uno a uno, la luz de su verdad y del sentido de nuestras vidas, representados por el farol que porta en su mano. Sin embargo, todo depende de que acojamos su llamada y le abramos nuestra intimidad.

Se cuenta que William Holman al dar a conocer su obra en Londres, fue interpelado por uno de los presentes, por no haber pintado cerradura alguna en la puerta. El autor le habría contestado que era una omisión intencionada, porque esa puerta solo podía abrirse desde dentro. Poco importa que esta anécdota sea o no verídica, porque el propio Holman, en el mismo cuadro, ha dejado bien clara su intencionalidad: no hacer oídos sordos a la llamada personal que Cristo hace a cada uno de nosotros.

En efecto, en la parte superior del cuadro, junto con su firma a la derecha, puso, en latín, estas palabras: “Me non praetermisso, Domine”, que podemos traducir así: “No me pases de largo, Señor”. Lo interpreto como una aspiración del pintor, a modo de sincera jaculatoria. Puede servirnos como llamada de atención para no dejar escapar la gracia y la luz de Cristo que nunca nos faltan, y menos en esta nueva fiesta de Navidad. Precisamente en estos días oiremos las palabras de Isaías referidas al nacimiento de Jesús: “Hoy brillará una luz sobre nosotros, porque nos ha nacido el Señor” (Is. 9, 2).

Concluyo sintetizando las precedentes sugerencias con tres sucintas ideas: Dios viene de nuevo y nos interpela personalmente con su amor. La oración y el silencio interior se hacen necesarios para oír su llamada y acogerla. Cristo hará que experimentemos la alegría y la paz que nos ofrece y, con Él, que las difundamos a nuestro alrededor. Es la Navidad que deseo para todo el mundo, empezando por los   lectores de estas líneas y sus allegados más queridos. 

(PUBLICADO EN "EL CONFIDENCIAL")

jueves, 27 de julio de 2023

JMJ 2023: El demonio no está invitado a Lisboa

Vaya por delante mi petición de perdón por la inmodestia de decir que el título de estas líneas lo encuentro muy acertado y nada gratuito, porque me lo ha suscitado la vida misma con sus diarios acontecimientos, mirados a la luz de la fe cristiana. Me explicaré, remontándome al origen y espíritu de estas Jornadas Mundiales. A nadie se le escapa que han sido y lo siguen siendo un grandioso acontecimiento de enorme atractivo y resonancia mundial. Desde el primer momento en que vieron la luz, en Roma, en el ya lejano 1986, instituidas e impulsadas por el papa santo Juan Pablo II, han atraído a millones de jóvenes del mundo entero. Conviene recordar brevemente su nacimiento y el espíritu que les dio inicio y las mantiene palpitantes.

Era el Domingo de Ramos de 1984 cuando, en Roma, el papa organizó un encuentro para celebrar el jubileo de los jóvenes, con motivo del Año Santo de la Redención de Cristo. Se esperaban 60.000 peregrinos, pero respondieron a la llamada unos 250.000 de muchos países. Yo vivía en Roma y pude gozar de aquel acontecimiento, que prometía mucho porque nació y estaba animado por algo imperecedero: conmemorar la alegría de la Resurrección de Cristo, centro y alma de estas Jornadas. Al año siguiente el papa decidió repetirlo: acudió todavía un mayor número de jóvenes; en marzo escribió una Carta Apostólica a los y las jóvenes de todo el mundo, y al fin, el 20 de diciembre anunciaría la institución de la Jornada Mundial de la Juventud.

El propio Juan Pablo II habló así del espíritu de la JMJ y de la centralidad de Cristo en esos encuentros: “Todos los jóvenes deben sentirse acompañados por la Iglesia: por ello, toda la Iglesia, en unión con el Sucesor de Pedro, se siente más comprometida, a nivel mundial, a favor de la juventud, de sus preocupaciones y peticiones, de su apertura y esperanzas, para corresponder a sus aspiraciones, comunicando a través de una apropiada formación, la certeza que es Cristo, la Verdad que es Cristo, el Amor que es Cristo” (Discurso a la Curia romana, 20-XII).

Desde la primera JMJ 1986, en Roma, está a la vista el atractivo e impacto mundial que suponen. Sin ir más lejos, hace una semana, Alicia, una joven médico que charla de vez en cuando conmigo, me enviaba este mensaje: “Estoy muy liada en el trabajo, pero espero liberarme ahora en agosto: ¡Tengo enormes ganas de participar en la JMJ”. Sé que no va sola, porque conozco otros jóvenes con idénticos deseos de estar en Lisboa.

Las JMJ han producido muchos frutos de alegría y de vida cristiana. Refiero algunos muy sencillos: en la JMJ 2011 de Madrid, Andrés y Gema -sobrina nieta mía-, se comprometieron a seguir madurando cristianamente su noviazgo; más tarde recibieron el sacramento del matrimonio y Dios los ha bendecido ya con cuatro hijos. La JMJ de 2016 en Cracovia, vio nacer el noviazgo de Pedro con María, otra joven médico conocida; hace menos de un año se dieron el “sí” ante el altar.

Y como no hay dos sin tres, mencionaré el testimonio de Carlos, un joven sacerdote catalán que estará presente en Lisboa los próximos días; él mismo recuerda así su presencia en la JMJ 2016: “Siendo seminarista, en Cracovia, tuve el privilegio de acompañar a otros jóvenes y ser testigo de cómo el Señor tocaba sus corazones. Para mí también fue una ocasión de tomar un nuevo impulso en la fe”. Son pequeños testimonios, como tres gotas de agua en el inmenso mar de las JMJ, pero ¡cuántas gotitas de decisiones de mejora personal y de seguir vivamente a Cristo habrán colmado esas Jornadas!

Llegados aquí, el lector se preguntará: ¿y dónde diablos está ese demonio que sale a relucir en el título de estas líneas? Pues apareció muy pronto en escena porque estos encuentros, al estar tan llenos de Cristo y, en torno a Él, de cientos de miles de jóvenes cristianos de todo el planeta -quizá algunos no lo sean, pero no están excluidos-, resultan un pastel extremadamente apetitoso para hacerse con esa juventud tan prometedora y que tanto atractivo suscita.

Y si no es posible apropiarse del pastel y de esa juventud seguidora del Señor, el demonio se encarga de sembrar cizaña, y poner todos los medios para que el espíritu con que nacieron estas Jornadas desaparezca o se adultere, descafeinándolo con polémicas y enfrentamientos. Mencionaré dos hechos, bien conocidos, que prueban lo que acabo de escribir.

En mayo pasado el Vaticano quiso lanzar un sello conmemorativo de esta JMJ 2023 Lisboa. Diseñado ya por un artista italiano y prevista una tirada de 45.000 unidades, mostraba al papa Francisco en la quilla de una embarcación seguido por un grupo de jóvenes portando la bandera de Portugal. Pero apareció la cizaña y saltó la polémica. ¿Motivación? Quienes lo impugnaron argumentaban que esa representación emulaba la escultura del "Monumento a los Descubrimientos", instalado en la capital portuguesa durante la dictadura. El sello hubo que retirarlo y hacer otro nuevo. Pequeño embrollo, al fin, comparado con el que, de nuevo, el demonio volvió a suscitar en el mes de julio.

Se ha tratado de unas palabras del máximo representante, por parte de la Iglesia, de la JMJ en Lisboa. En la prensa hemos leído, en efecto, este comentario suyo: “Nosotros no queremos convertir a los jóvenes a Cristo ni a la Iglesia Católica ni nada de eso, en absoluto.” 

Dicho así, parece desvirtuar por completo el mandato evangélico y su impulso testimonial cristiano de los cientos de miles de chicas y chicos jóvenes que acudirán a Lisboa. No han faltado, enseguida, altas personalidades de la jerarquía de la Iglesia en diversos países, que han salido al paso de ese comentario poco afortunado Y, por su parte, el interesado ha rebatido que sus palabras habían sido sacadas de contexto.

Sin entrar en juicios de ningún tipo, es evidente que el demonio -único no invitado y por tanto excluido de la JMJ- está muy activo y no dejará de trabajar en lo suyo: sembrar cizaña y tratar de apartar las almas del amor de Cristo y de su seguimiento por todos los caminos de la tierra. Estemos atentos para no ser incautos y hacerle el juego.

Francisco se ha dirigido varias veces a los participantes en este encuentro. He visto su última grabación en video, donde también hacía una llamada a quienes no podamos estar allí físicamente presentes, y “sigan la Jornada desde lejos”: sepan, decía, que “es un punto de atracción para todos y donde todos hemos de mirar”. Por mi parte, animo al lector a hacerlo así de la mano de la Virgen María, cuya actitud decisiva de ir al encuentro de su prima Isabel, ha dado el lema a esta JMJ:”Se levantó y partió sin demora” (Lc 1, 39). María tenía ya a Cristo en su seno y, por eso, su presencia y encuentro con Isabel, en Ain Karim, lo llenó todo de luz y de alegría, como deseo que suceda en Lisboa. 

(PUBLICADO EN EL CONFIDENCIAL)


JMJ 2023 LISBOA

 

Buenos días.

 

Comienza enseguida la JMJ 2023 de Lisboa. Si no puedes estar allí físicamente, el Señor agradecerá que participes con la cercanía de tu oración, para que sean días muy fructuosos.

 

Y ¡buen viaje a quienes vayáis!

jueves, 29 de julio de 2021

¡HASTA SEPTIEMBRE! - 2 AUDIOS

En principio, si Dios quiere, nos despedimos hasta Septiembre.

Publicamos estos 2 audios para recomenzar cada día con mucho ánimo en estas vacaciones.

 





Alegría en el corazón de Dimas

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