Hemos entrado en Cuaresma, tiempo de preparación para celebrar la Semana Santa, con la Pascua cristiana: el triunfo de Cristo, después de su Pasión y muerte en la Cruz. Al resucitar recibió, como hombre, la gloria que tuvo junto a su Padre Dios, antes de encarnarse en el seno de María Virgen. Y así nos abrió las puertas de su Reino que desea compartir con todos nosotros.
Dimas, en su alma espiritual, fue el primero en contemplar la belleza del rostro de Cristo que, poco antes de morir, le había prometido: En verdad te digo que hoy estarás conmigo en el paraíso (Lc 23, 43). La alegría debió invadirle el corazón al oír esas palabras; antes, en su más profunda interioridad, realizó un proceso de conversión lleno de hondura y sinceridad, digno de meditar y ser imitado.
La conversión, según el diccionario de la Lengua, comporta “transformar(se) en algo”: toda persona, por ejemplo, que cambia su actitud o comportamiento respecto a determinadas realidades, ordinariamente positivas; entendemos que la conversión se realiza siempre abrazando valores que enriquecen al sujeto. Me referiré a la transformación operada en el corazón de Dimas, al proceso interior que comporta toda conversión cristiana, aunque cada una se acompañe de circunstancias particulares y del personalísimo componente de sufrimiento y de gozo. Este doble sentimiento se origina porque toda verdadera conversión implica reconocer dolorosamente, ante Dios, lo que hayamos hecho mal; pero, a la vez, brota también la alegría al experimentar su perdón y amor misericordioso.
En el lenguaje del Nuevo Testamento, para hablar de conversión se usa el término griego ἐπιστρεφω (epistrepho), que significa 'volverse a'; es decir, el converso se vuelve hacia el otro, dirigiendo su mirada hacia él y, más concretamente, hacia Dios, ya sea en la persona del Padre o en la del Hijo: hacia Cristo, que nos llama directamente a la conversión, como escribe san Marcos: “Vino Jesús a Galilea predicando el Evangelio de Dios y diciendo: El tiempo se ha cumplido y el Reino de Dios está al llegar; convertíos y creed en el Evangelio” (Mc 1, 14-15). En ello nos va la vida. Acoger por la fe el mensaje de verdad y amor de Cristo, da pleno sentido a la existencia e implica rechazar cuanto se opone al amor de Dios.
Me he referido al doble sentimiento -dolor y alegría- que comporta toda conversión, como muestra la parábola del hijo pródigo, que decide volver a la casa y al amor del padre, después de reconocer su pecado: “Me levantaré e iré a mi padre y le diré: ‘Padre, he pecado contra el cielo y contra ti” (Lc 15, 18). Era una verdad que, sin duda, le desgarraba interiormente, pues, como escribe Ratzinger, la conversión es “aceptar los sufrimientos de la verdad” (El Camino Pascual. BAC, p. 27-28). Al mismo tiempo, también, brotaba la alegría del encuentro, al sentir el abrazo amoroso del padre que “se le echó al cuello y le cubría de besos” (Lc 15, 20).
La parábola se hizo realidad en Dimas, antes de morir en la cruz. Aunque solo Cristo conociese los entresijos de su interioridad y el proceso que le hizo pedirle perdón, cabe imaginar lo ocurrido en su corazón. La gracia del Espíritu Santo, como relámpago de luz, iluminó de golpe su vida entera, haciéndole reconocer su mal obrar; y esto, unido a la mansedumbre y amor de Cristo que veía a su lado hizo que, dirigiéndose en primer lugar a su otro compañero, dijese: “¿Ni siquiera tú, que estás en el mismo suplicio temes a Dios? Nosotros estamos aquí justamente, porque recibimos lo merecido por lo que hemos hecho; pero éste no ha hecho ningún mal.” Y, enseguida, vuelto a Cristo, “decía: Jesús, acuérdate de mi cuando llegues a tu Reino” (Lc 23, 4-42).
La mención que hizo al temor a Dios no hay que verla, en su caso, como un temor servil por miedo al castigo, sino el temor que es don del Espíritu, propio de quienes aman de verdad. Es el miedo de la persona sinceramente arrepentida, ante la posibilidad de volver a ofender a un Padre que es todo Amor.
Pero Dimas y su testimonio no se pierden en la noche de los tiempos. En nuestros días hemos conocido conversiones análogas, al filo del siglo XXI,. En su libro “Con la Biblia y la parabellum”, refiere Ontoso la conversión de José Luis Álvarez, “Txelis”, antiguo miembro de ETA. Recojo un pasaje en el que, refiriéndose a sus años de cárcel, habla directa y personalmente el interesado: “Veía a mi alrededor personas que eran muertos andantes. Muertos psíquicos. Estaban muy afectados por su historia (…) Llegué a ver el infierno en el sentido más atávico del término, como un lugar de sufrimiento...” (“Con la Biblia y la parabellum”, p. 372)
Preguntado por el autor del libro: “¿Fue el miedo al infierno lo que llevó a Txelis a su conversión?”, responde: “No ha sido mi caso en absoluto. La fe me enfrentó a cosas peores que el miedo a un supuesto infierno, porque creer me suponía, por ejemplo, arrepentirme hasta la médula de las cosas a las que yo pude contribuir en mi época de militancia. Fui un militante convencido, y esa responsabilidad moral está en mí. Mi fe me obligaba a ir mucho más allá: debía rechazar la violencia y decirlo claramente.” (Ibid., p. 373).
La conversión cristiana -con ayuda de la gracia que nunca falta-, implica arrepentirse “hasta la médula”. Es la verdad de reconocer dolorosamente el mal cometido -el pecado que ofende a Dios-, y arrepentirse de ello, lo que lleva a pedirle humildemente perdón.
El motor de la verdadera conversión es el amor a Dios, no el temor; por eso, desde Dimas hasta el último converso, harían suyas de buen grado las palabras del conocido soneto, de incierta autoría:
“No me mueve, mi Dios, para quererte / el cielo que me tienes prometido,
ni me mueve el infierno tan temido / para dejar por eso de ofenderte.
Tú me mueves, Señor, muéveme el verte / clavado en una cruz y escarnecido / muéveme ver tu cuerpo tan herido, / muévenme tus afrentas y tu muerte.
Muéveme, en fin, tu amor, y en tal manera, / que aunque no hubiera cielo, yo te amara, / y aunque no hubiera infierno, te temiera.
No me tienes que dar porque te quiera, / pues aunque lo que espero no esperara, / lo mismo que te quiero te quisiera.”
Los cristianos tenemos un sacramento, el de la confesión, en el que Dios nos ofrece revivir, como hizo Dimas, la parábola del hijo pródigo. La alegría que embargó su corazón al oír las palabras de Cristo también llena el nuestro cuando limpiamos nuestra alma. Se lo he oído decir a san Josemaría: que la confesión “es el sacramento de la alegría”. Y los sacerdotes, administradores del perdón de Dios, lo hemos podido comprobar miles de veces a lo largo de nuestra vida.
(publicado en El Confidencial)