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jueves, 22 de febrero de 2024
Luces de Cristo, invitado de bodas
Poco antes de Navidad ofrecía en esta “Tribuna” unas consideraciones que titulé “La Luz de Belén”; resaltaba con mayúscula el sustantivo “Luz” porque me refería al Niño-Dios, que dirá de sí mismo: “Yo soy la luz del mundo” (Jn 8, 12). Deseaba destacar que el Niño nacido en Belén, con su vida y enseñanzas, ha venido a iluminar todas las realidades de la vida humana.
Cristo como fuente suprema de Luz fue desvelando con destellos particulares y concretos el sentido último -y en definitiva, divino-, de las realidades centrales de nuestra existencia: la razón de ser y las raíces supremas del amor, de la familia fundada sobre el matrimonio, del trabajo, de la alegría y del sufrimiento, de la convivencia social…, y, sintetizando, de todo cuanto, sustancialmente, llena nuestra existencia, del nacimiento a la muerte. No en balde, san Juan Pablo II en octubre del 2002 quiso que, en el rezo del Rosario, considerásemos los cristianos cinco importantes momentos de la vida pública del Señor, desde su bautismo en el Jordán hasta la víspera de su muerte cuando instituye la Eucaristía. Fueron realidades de su vida que llaman a iluminar las nuestras, y despertar en ellas el eco que Dios espera.
Es hoy mi intención recordar qué sentido y enseñanzas nos ofrecen las luces del segundo misterio de luz, con que Cristo con su presencia en las bodas de Caná, ha querido iluminar la realidad del matrimonio y de la familia. Lo haré trascribiendo palabras del Catecismo de la Iglesia que comentan ampliamente aquel episodio.
Sucedió al inicio mismo de su vida pública; con su sola presencia allí ya parece bendecir aquella fiesta y la bondad natural del amor entre varón y mujer. Su aprecio y afecto mutuos, queridos por Dios al crear la naturaleza humana, tienen su culminación propia en el amor esponsal, cuando uno y otra se entregan recíprocamente para siempre, en un compromiso de fidelidad conyugal propio y exclusivo del matrimonio. Es una realidad que no admite recortes ni ambigüedades, como reafirma explícitamente el Catecismo, en el número 1614:
“En su predicación, Jesús enseñó sin ambigüedad el sentido original de la unión del hombre y la mujer, tal como el Creador la quiso al comienzo: la autorización, dada por Moisés, de repudiar a su mujer era una concesión a la dureza del corazón (cf Mt 19,8); la unión matrimonial del hombre y la mujer es indisoluble: Dios mismo la estableció: "lo que Dios unió, que no lo separe el hombre" (Mt 19,6).
“Nada más doloroso y devastador que un divorcio», se lee en la pantalla, antes del título de la película “Infiel”, obra de Ingmar Bergman. Así es, en efecto, y por eso resulta difícil entender que no pocos hablen del divorcio como un “progreso” cuando, aparte de sus evidentes consecuencias destructivas, cuenta desgraciadamente con muchísimos siglos de historia. Pero más allá de las diferentes causas que conduzcan a la ruptura del vínculo matrimonial, siempre hay una razón clave; es la señalada por Jesús al contestar a los judíos que le interpelan sobre el “por qué” del divorcio autorizado por Moisés. Es “la dureza del corazón”, les dice; en otras palabras, es la muerte del amor entre marido y mujer lo que lleva a la ruptura.
Por eso, es fundamental tener un concepto verdadero de lo que es el “amor” y lo que supone “amar de verdad”, para no llamarse a engaños. El amor verdadero entre las personas -con sus diferentes modalidades: esponsal, fraterno, de amistad, etc.- conlleva necesariamente mirar más y en primer lugar, por el bien de la otra persona que por el bien propio. Si esto se olvida o desconoce, entonces se parte ya de un amor egoísta, desprovisto de alas, malogrado, y con etiqueta de caducidad. Se comprende también que todo amor verdadero despierte un eco de análoga correspondencia y, cuando esto sucede, salta la chispa de la felicidad al experimentar que se ama a la otra persona, con olvido de sí, y que se es amado y correspondido de la misma manera. Es un amor mutuo que “trasciende” a las personas que así se aman, impulsándolas más allá de sí mismas, con vistas a una meta común que las enriquece. Lo ha expresado muy bien A. de Saint-Exupéry, en “El Principito”, cuando pone en sus labios estas palabras: "El amor no consiste en mirar al otro, sino en mirar juntos en la misma dirección."
Algo semejante cabe decir de la felicidad que reporta el amor verdadero, porque no se alcanza buscándola como objetivo primordial e inmediato, egoísta, sino que llega como meta y resultado de una entrega en favor de la persona amada. También aquí Saint-Exupéry es clarividente al decir: “Si quieres comprender la palabra felicidad, tienes que entenderla como recompensa y no como fin."
Pero volvamos a la participación de Jesús en las bodas de Caná. Decía que su sola presencia ya era como una bendición del amor de los esposos. Una presencia anticipadora de dos realidades maravillosas: en primer lugar, la del propio desposorio de Cristo con su Iglesia, en “las bodas del Cordero” (Ap 19, 9), que llegaría tres años después, con la entrega de su vida en la Cruz, anticipada la víspera de modo sacramental al instituir la Eucaristía, convirtiendo el pan en Cuerpo y el vino en su Sangre. Y en segundo lugar, la otra gran realidad: la omnipotencia con la que Cristo en Caná, convirtió el agua en vino para alegría de los esposos e invitados, fue como el anticipo de la gracia que conferirá a los esposos cristianos en el futuro sacramento del matrimonio, para que puedan vivir mejor la mutua fidelidad.
Así expresa el Catecismo de la Iglesia las mencionadas realidades: “El signo del agua convertida en vino en Caná (cf Jn 2,11) anuncia ya la Hora de la glorificación de Jesús. Manifiesta el cumplimiento del banquete de las bodas en el Reino del Padre, donde los fieles beberán el vino nuevo (cf Mc 14,25) convertido en Sangre de Cristo”. (Catecismo, n. 1335)
Y por lo que mira al sentido esponsal del amor, tanto entre los cónyuges de Caná como entre Cristo y su Iglesia, lo expresa así: “Toda la vida cristiana está marcada por el amor esponsal de Cristo y de la Iglesia. Ya el Bautismo, entrada en el Pueblo de Dios, es un misterio nupcial. Es, por así decirlo, como el baño de bodas (cf Ef 5,26-27) que precede al banquete de bodas, la Eucaristía. El Matrimonio cristiano viene a ser por su parte signo eficaz, sacramento de la alianza de Cristo y de la Iglesia”. (Catecismo, nº. 1617). En línea con estas recíprocas analogías, y más concretamente en la existente entre Cristo esposo de la Iglesia, y los cónyuges varones en su matrimonio, escribirá san Pablo: "Maridos, amad a vuestras mujeres como Cristo amó a la Iglesia y se entregó a sí mismo por ella, para santificarla" (Ef 5,25-26), y añadiendo enseguida: "`Por eso dejará el hombre a su padre y a su madre y se unirá a su mujer, y los dos se harán una sola carne'. Gran misterio es éste, lo digo respecto a Cristo y a la Iglesia" (Ef 5,31-32). (Catecismo, n- 1616)
Y todo, al fin, concuerda y se complementa con esta invitación del Catecismo a los esposos cristianos, para seguir las huellas esponsales de Jesús: “Viniendo (Cristo) para restablecer el orden inicial de la creación perturbado por el pecado, da la fuerza y la gracia para vivir el matrimonio en la dimensión nueva del Reino de Dios. Siguiendo a Cristo, renunciando a sí mismos, tomando sobre sí sus cruces (cf Mt 8,34), los esposos podrán "comprender" (cf Mt 19,11) el sentido original del matrimonio y vivirlo con la ayuda de Cristo. Esta gracia del Matrimonio cristiano es un fruto de la Cruz de Cristo, fuente de toda la vida cristiana.” (Catecismo n. 1615).
Parece muy necesario reavivar en las catequesis previas al matrimonio, la doctrina recordada en las líneas precedentes. Así, los futuros cónyuges, sabrán valorar mejor la gracia divina que reciben en el sacramento; una gracia que, procedente del amor de Cristo en la Cruz, es fuerza divina y permanente, necesaria para mantener su mutua fidelidad y para el bien de la familia que formen. Aquí cabría completar las palabras de Saint-Exupéry antes mencionadas, introduciendo la gracia de Cristo en el amor de los esposos, y sonarían así: “El amor no consiste en mirar al otro, sino en mirar juntos, con Cristo, en la misma dirección."
(publicado en el Confidencial)
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