miércoles, 29 de abril de 2020

HOMILÍA DE DON MARIO - 3º DOMINGO DE PASCUA

Queridos hermanos y hermanas, queridas familias.
En este tercer domingo de Pascua la liturgia nos presenta este pasaje conocido de los dos discípulos que van camino de Emaús, que está a poquitos kilómetros de Jerusalén.
El Evangelio de hoy me suscitaba cuatro palabras que quiero compartir con vosotros, serían: disgregación, interpretación, encuentro y congregación nueva.

- La primera “La disgregación”. La comunidad cristiana, los seguidores del Señor han sufrido un tremendo revés, han sido profundamente defraudados y están desconcertados y doloridos, a pesar de que el Señor había anunciado tantas veces la cruz,  no alcanzaban a entender, y aún menos podían entender por tanto la Resurreccion.  La idea que ellos tenían de que era el Mesías y como iba actuar, la idea que tenían de su propia vida, sus propias esperanzas, su propio futuro se viene todo abajo. Nos puede recordar las circunstancias de dolor en nuestra vida también, la actual circunstancia, por donde nos ha llevado la vida, seguramente los proyectos que teníamos en nuestra juventud, los proyectos personales, familiares, laborales, quizá tienen poco que ver a dónde nos ha llevado la vida. Y sobre todo momentos dolorosos, quizá familias que se disgregan, trabajos empresas que vienen abajo, personas queridas que inesperadamente han fallecido y nos produce en un profundo dolor.  El dolor y la frustración genera disgregación, incapacidad de ver. Nos ha dicho el Evangelista que Jesús aparece con ellos, pero que eran incapaces de percibir su presencia, y nos dice que incluso había algunas mujeres que decían que esa mañana habían visto al Señor, pero no eran capaces de acoger en su vida esta nueva situación, y aparece la disgregación. La disgregación personal de los testigos de Emaús, la disgregación de la comunidad, el huir de Jerusalén, el huir de la situación. Muchas veces en nuestra vida cuando aparecen problemas, y problemas importantes, el primer movimiento o tentación es de huida, de quitarnos de en medio, porque el sufrimiento en el fondo nos repugna, no estamos hechos para el sufrimiento.  Ante esta gran decepción aparece esta disgregación interior y de la comunidad, este sentirse defraudados en la propia vida. Pero aparece Jesús en el camino, se hace compañero de camino de estos hermanos, y aparece la segunda palabra.

- El señor les pide que les digan cómo interpretan ellos lo que ocurre, dice; “Que estáis hablando por el camino”, “Es que no sabes lo que ha ocurrido“,  Jesús podía haber dicho bueno lo sé;  “Contadme lo qué ha pasado, dadme vuestra versión, decirme cómo interpretais las cosas”.  En estos momentos difíciles cómo interpretamos la situación, la situación personal, el recorrido de nuestra vida, de nuestra familia, de nuestro trabajo, en las circunstancias en las que vivimos como las interpretamos.  Y nos damos cuenta de que la interpretación de los testigos de emaus era realmente insuficiente, cuanto no errónea.  Necesitamos un modo nuevo para interpretar la verdad de nuestra vida. De hecho Jesús les dice, en cierto modo les reprueba; “Que torpes y necios sois”.  Y comienza con su pedagogía a la luz de la palabra de Dios, a mostrarles la realidad de las cosas, a mostrarles  la realidad y la verdad de los acontecimientos, a la luz de la palabra. El salmo 118 nos dice” Lámpara es tu palabra para mis pasos”.  De modo más personal el Concilio Vaticano II Gaudium et spes 22 dice; “El misterio del hombre permanece incomprensible si no es a la luz del Verbo Encarnado, El nos revela la sublimidad y altura de nuestra misión y de nuestra verdad, y nos llena de paz y de esperanza”.   Muchas veces el hombre de hoy no quiere acercarse a la palabra de Dios, es incapaz de interpretar la verdad y la realidad de las cosas, que el Señor con pedagogía nos va mostrando. Por eso, hoy quizás en nuestra vida, aspectos oscuros de nuestra vida que no entendemos, “Señor dame luz, que pueda yo realmente interpretar en el fondo el designio amoroso de tu providencia, aunque tantas veces no lo entienda.

- Y aparece la tercera palabra. Nos ha dicho el Evangelista que el Señor simuló que se marchaba, que no se quería quedar, simuló, porque su intención era quedarse.” El encuentro”. San Juan dirá siempre; “Dios nos amó primero”,  Dios siempre tiene la iniciativa, ellos le invitaron, y la invitación que venimos ha hacer al día de hoy; “ Quedate con nosotros porque está anocheciendo”,  y El podría respondernos; “Si, si esa era mi intención, mi intención era quedarme con vosotros, pero quiero que me invites, por qué no me quiero imponer”.  A veces nos puede ocurrir, quizás por ejemplo, que uno va a cenar con alguna persona porque quiere tratar cosas, y viene igual la típica persona un poco inoportuno, que insiste en quedarse a cenar, y hay que decirle, es que mira he quedado con esta persona para hablar, quizás no es el momento.
El Señor no quiere imponerse, hizo, simuló, nos ha dicho el Evangelio que hizo ademán de seguir hasta que fue invitado y se sentó, y se quedó para siempre.  Porque es curioso que cuando se les abren los ojos, dice el Evangelista,  el Señor desaparece.  Es curioso, cómo se pueden abrir los ojos para que desaparezcas, porque invita a mirar de un modo nuevo, se queda presente en esa fracción del pan, se queda presente en el misterio de la Eucaristia.  Les abre los ojos para ver, hasta entonces eran incapaces de ver. El Señor nos tiene que dar ojos nuevos, mirar como El mira para percibir la profundidad de la realidad, con los ojos humanos no es suficiente. El Señor nos da ojos nuevos y el encuentro es un encuentro personal y definitivo para siempre; “Le reconocieron al partir el pan,”.

- Y ese reconocimiento del misterio de la Eucaristia, es la fuente del amor y de la unidad, hace que los discípulos de Emaús se vuelvan.  Y es curioso; “Se iban  a quedar, era tarde, estaban caminando, cenaban y se iban a descansar”, dice el Evangelista; “Inmediatamente se pusieron en pie y regresaron”, oye por qué no os quedáis hasta el día siguiente, no tenemos tiempo que perder, tenemos que recomponernos en la nueva unidad que el Señor nos ha dado, en la eclesia, en la iglesia, la comunidad nueva que no surge de la fuerza humana, la fuerza humana les había disgregado, surge del amor de Dios y de la gracia de Dios; “Siendo de noche vuelven a Jerusalén”.  Como el Señor  al anochecer se parece a los discípulos, en la noche de la historia el Señor reconstruye su iglesia, en la noche de los tiempos como este tiempo oscuro de pandemia que estamos viviendo, el Señor actúa y reconstruye la comunidad de un modo nuevo, con El ya en el medio.  Y cuando llegan descubren precisamente ese testimonio; “El Señor ha resucitado”, y se ha aparecido a Simón Pedro, a quien es cabeza de la iglesia, a quien tiene que confirmar en la fe a los hermanos, es verdad; “Ha resucitado”.  La comunidad se congregará ya de modo nuevo, en la gracia de Dios,  hasta el fin del mundo.

Por eso hoy pidamos al Señor que no nos dejemos disgregar en los momentos de dificultad, pidamos que la luz del Evangelio ilumine nuestra vida para saber interpretar correctamente lo que nos ocurre, que encontremos al Señor en la vida y nos  de los ojos nuevos para verle, y que genere entre nosotros una relaciones nuevas, una comunidad nueva, la comunidad que El ha congregado.

Hoy queremos encomendar de modo particular a los difuntos, es curioso que esta congregación nueva, rompe también la barrera de la muerte.  En la Eucaristia estamos congregados todos, los del cielo y los de la tierra, en la única Eucaristia.  La oración colecta de hoy nos decía algo tan importante; “Que tu pueblo exulte siempre de alegría por haber recobrado la adopción como hijos, y ansíe el día de la resurrección, con la esperanza cierta de la felicidad eterna”.  La esperanza cierta de la felicidad eterna, la que ya disfrutan nuestros hermanos difuntos, y la que también nosotros esperamos por la gracia de Dios compartir con ellos para siempre.

Que la alegría Pascual de Cristo Resucitado nos llene de esperanza .  Lo pedimos esta mañana al Señor por intercesión de la Virgen María.

Que así sea.

+ Mario Iceta Gabicagogeascoa
Obispo de Bilbao

martes, 21 de abril de 2020

HOMILÍA DE DON MARIO - DOMINGO 19


Muy queridos hermanos y hermanas.
Celebramos esta octava de Pascua, ocho días como si fueran un único día, porque “Cristo Vive” y Cristo está actuando en medio de nosotros.
Acabamos de escuchar este conocido Evangelio en que el Señor el primer día de la semana estando los discípulos recluidos, confinados, con las puertas cerradas, con miedo,  el Señor se presenta en medio de ellos. El Señor  se presenta en medio de nuestras familias, también estamos confinados, con las puertas cerradas, con miedo al contagio, el Señor se presenta,  se presenta en la cama del hospital junto al enfermo y al  moribundo, se presenta en medio de las residencias de personas mayores, se presenta donde hay necesidad de esperanza y nos dice; “ Paz a vosotros”.
A mi me gustaría ofreceros tres breves reflexiones.
- La primera sería;”Que significa paz a vosotros”
- La segunda; “Necesitamos ser sanados, ser curados”
-Y la tercera; “Somos enviados. Como el Padre me ha enviado así os envío yo”
- La Paz. Señor como puedes decir;  “Paz a nosotros”, cuando estamos en este momento de ruptura, en este momento de dificultad, de miedo, que paz  podemos esperar. Tendríamos que ir al antiguo testamento para ver lo que significa paz, el  término de conocéis; “Shalom”.  Shalom  que es mucho más amplio que la paz social.  Shalom significa algo que está curado, que es íntegro, que está ordenado, que está en armonía.  Shalom se digiere al interior del ser humano cuando está en orden, cuando está reconciliado consigo mismo. Shalom se dirige a la sociedad, shalom se dirige al cosmos, al universo, y ciertamente vemos que no tenemos paz, no tenemos paz en nuestro interior.  Cuantas cosas no nos dejan dormir por la noche, cuantas preocupaciones, cuantas rupturas interiores podemos percibir, cuanta desarmonía en nuestro interior, como buscamos una paz interior, una armonía.
 
Vemos que a veces falta paz en nuestras familias, estos días, ya cinco semanas de confinamiento, estamos en familia pero también surgen los roces, las dificultades, no digamos en situaciones familiares dónde están con graves crisis, paz social.
Vimos en estos momentos de gran dificultad, vemos los grandes desigualdades, vemos los grandes hambrunas, las guerras y la paz cósmica de que habla Isaías, vemos que no la tenemos, un virus se rebela contra nosotros, una naturaleza que grita el abuso que hacemos de ella, necesitamos del Señor; “Paz a vosotros”, la paz verdadera y profunda, la paz en mi interior, La Paz en la familia, la paz en la iglesia y en la sociedad, la paz en el universo, es decir esa sanación, esa integración, ese orden que es fruto de la justicia y del amor. La integración del ser humano lo produce el amor, capaz de sanar lo más profundo del corazón, y precisamente ese amor produce paz y produce alegría, por eso el Señor nos dirá tantas veces; “ Alegraos”,
produce comunión, produce fraternidad . El Señor nos dice; “ Paz a vosotros”,  podemos decir; Señor de acuerdo; “Paz a vosotros”, pero como,  como es capaz de vivir esa paz.
 
La segunda parte; “ Soplo sobre elloS”.  Y les dijo; “ Recibid el Espiritu Santo”, que es el sanador por excelencia, porque es la persona amor. Nos recuerda el libro del Génesis, los primeros versículos de la biblia; “ El Espiritu aleteaba sobre la tierra, el amor de Dios crea y aletea en el universo”,  y cuando aparece ese relato de la creación del hombre y la mujer dice, insuflo, además lo dice de un modo un poco bruto, cogió el barro de la creación insuflo en las narices dice, el Espiritu de vida, el Espiritu de Dios, el amor de Dios que es el que sana la raíz última de todo el desorden, de toda la falta de paz, no solo la exterior, no solo la falta de paz social, la paz también del interior, muchas veces donde solo Dios tiene acceso. Soplo sobre ellos, recibíd el Espiritu Santo para que perdonéis los pecados, la raíz de todo desorden, la raíz de toda ruptura, la raíz de todo sufrimiento.  Señor necesitamos ser sanados, necesitamos ser curados, recibíd el Espiritu Santo, el Espiritu Santo que hoy se vuelve a derramar sobre toda la creación.
 
Queridos hermanos, en vuestras casas y en vuestras familias el Espiritu Santo no tiene límites ni confines ni puertas cerradas ni confinamientos, el Espiritu se hace presente y renueva toda la creación.  Pero es necesario que yo reciba ese Espiritu.  Por eso que importante es que Tomas no estuviera ese día, Tomas era un apóstol que iba siempre un poco por libre aparece en la escritura, no estaba, y cuando esta no cree la presencia del Señor, el Señor se presenta y le ofrece las manos y el costado, le dice algo muy importante; “ Mete tu dedo en mi mano, mete tu mano en mi costado, es decir mete tu carne en mi carne, métete en mí”.  El Señor ha resucitado está ante nosotros y la pregunta sería, ya te has presentado ante el resucitado?, ya has puesto tu vida y tu carne en su carne?. Mete el dedo en su mano, mete la mano en su costado, es decir, muestra al Señor lo que está muerto en tu vida, qué elementos de tu vida están muertos, tus afectos, tus esperanzas, tus fracasos, tus desánimos, parcelas muertas de tu corazón, mételas en la carne gloriosa de Cristo, tu familia, que quizás se resquebraja, problemas en la casa, preocupaciones por un hijo que no encuentra trabajo o ha empezado con malos hábitos, un familiar enfermo, quizá tu puesto de trabajo, el trabajo que con tanta ilusión pusiste en pie y ves, Señor que va a ser de esto, se está muriendo, mete tu carne la carne de Cristo, preséntate ante El Resucitado, tu carne muerta para que  El la vivifique, para que sople sobre ti el Espiritu Santo;”Señor  y dador de vida”, como rezamos en el credo, que todo lo vivifica, la persona amor que  genera vida, que genera alegria, que genera esperanza y nos hace darnos a los demás.
 
Sería la tercera y última reflexión. “Como el Padre me ha enviado así os envío yo”.  Lo decimos al final de la misa; “Podeis ir en paz”, , no quiere decir, ala ya habéis terminado la misa ahora a la barbacoa en paz, no,  significa esa paz que tú has recibido, esa sanación de Dios llévala a los demás. En muchas iglesias todavía queda una costumbre medieval, en las puertas de las iglesias aparece un San Cristóbal, un Cristóforo, es decir un portador de Cristo, porque recordaba a los cristianos apreciar ese Santo con el Señor encima, para que tú lleves a Cristo, para que tú lleves la paz, la  sanación, la misericordia del Señor.  Y vemos como el Espiritu del Señor se hace presente en el mundo de hoy, toda la bondad que estamos viendo en tantas personas creyentes y no creyentes, todo el servicio, el sacrificio por el bien de los demás, es fruto del Espiritu de Dios que recrea el universo, que genera vida, que genera esperanza.  Por eso hoy tanto necesitamos del Señor, escuchar su palabra; “Paz a vosotros”.  Decía el  Nuevo Testamento, San Pablo; “Cristo es nuestra paz”, y por eso el cuando habla de Cristo comienza siempre el  saludo diciendo;” Eirene y jaris”, es decir la paz y la gracia de
Jesucristo, porque Cristo es nuestra paz, Cristo es gracia gratis para nosotros.
 
Portemos esta paz a los que nos rodean, quizás estamos ya cansados verdad, el confinamiento nos está cansando, nos está agotando, tenemos muchos preocupaciones, recibamos la paz del Señor.  Mostremos nuestras heridas y  nuestras muertes al Señor para que las vivifique, y llevemos esa paz y esa misericordia ahi donde más la necesitan, nos sintamos hoy enviados por el Señor.
 
Así lo pedimos esta mañana de la misericordia al Señor, por intercesión de la Virgen María.
 
Que así sea.
 
+ Mario Iceta Gabicagogeascoa
Obispo de Bilbao

jueves, 16 de abril de 2020

HOMILÍA DE DON MARIO - DOMINGO DE RESURRECCIÓN

Muy queridos hermanos y hermanas, os saludo en vuestros hogares con la certeza de que Cristo se hace presente en medio de vosotros, en vuestras casas, en la residencias, en los hospitales.
Vemos que los evangelistas difieren en algunas cuestiones sobre la Resurreccion, signo precisamente de la veracidad de los evangelios No había nadie tomando nota de lo que estaba pasando, sino que las vivencias de María Magdalena, de Salomé, de la otra María, las vivencias de los apóstoles se van transmitiendo en la comunidad cristiana hasta que se consignan por escrito, por los evangelistas, pero ciertamente los aspectos esenciales están ahí, la vivencia de la primera comunidad, de la presencia de Cristo resucitado, como nos dirá San Juan el apóstol amado, a quien vio, con quien comieron y bebieron, como nos ha dicho el texto de Lucas de los “Hechos de los Apostoles”.
Pero hoy tenemos un evangelio que ciertamente es tan valioso para nosotros, y serían tres las palabras claves de este evangelio: ver, entrar y creer.

“Ver”. Nos ha dicho que la Magdalena cuando vio que estaba la tumba abierta, salió corriendo a buscar a los apóstoles, encuentra a Pedro y Juan y dice que van corriendo al sepulcro, Juan era más joven llega antes que Pedro, y dice, se asoma vio pero no entró. Pero vio, vio lo que hay detrás del sepulcro, vio lo que hay detrás de la piedra corrida. El Santo padre Francisco el año pasado en su Vigilia Pascual nos dió una meditación preciosa; “Necesitamos quitar la piedra de los prejuicios, necesitamos que se abra el sepulcro, que alguien remueva esa piedra, esa losa que no nos deja ver, que no nos deja mirar el sepulcro vacío”. Por qué buscáis entre los muertos al que vive, necesitamos asomarnos al sepulcro, pero ciertamente allí no ven a Jesús, ven el sudario, ven las vendas y además San Juan se entretiene en describirnos como estaba el sepulcro, las vendas dobladas, el sudario en otro sitio, no ve a Jesús.
 
Y viene a mi memoria las palabras que dirigió Jesús al apóstol Tomás; “ Dichosos los que crean sin haber visto”. El Señor respeta siempre nuestra libertad para creer, no se impone, es tan grande la dignidad humana, es tan grande nuestra libertad que el Señor siempre sugiere, inspira, anima pero no se impone, la libertad del hombre queda libre para como percibe lo que ve. Como podría interpretar lo que veo, como puedo interpretar el sepulcro vacío, hace falta que Pedro entre, es decir que la Iglesia se haga presente. Dice que cuando entra Pedro también entra Juan, entonces vio y creyó. Es necesario entrar en el misterio, un misterio de comunión, en la comunión de la iglesia. Nosotros creemos no porque hemos visto el sudario, creemos, cómo dira San Pablo, porque hemos escuchado el testimonio y porque Pedro da fe de ello. Jesús ya había dicho a Pedro; “ Pero tú cuando vuelvas confirma en la fe a tus hermanos, en tus manos pongo las llaves del Reino, las llaves de la iglesia”. El Señor ha puesto en la iglesia el lugar en que podamos confirmar la fe, el lugar en el cual podemos entrar en el misterio de Cristo, que se verifica en el misterio de la iglesia, la iglesia como arca de salvación, como tierra de vivientes, como presencia del Señor, como sacramento de salvación, entrar con Pedro, entrar en el misterio, encontrarnos profundamente con Jesús.

Y entonces, tercer verbo, vio, entro y creyó. Creer en el Señor. Aparece el misterio de la fe, cuando Jesús se aparece resucitado al apóstol Tomás le enseña las manos y el costado y le dice, toca mis manos, mete la mano en el costado no seas incrédulo sino creyente, y entonces Tomas es cuando cree, no le dice “Rabi” como había dicho siempre, dice “Señor mío y Dios mío, tú eres el Señor del universo, el Señor de mi vida”.


Y terminaría con una última reflexión, que es como termina el Evangelio de San Juan, dice; “ Hermanos yo he escrito esto para que creáis y para que creyendo tengáis vida”. Esto es lo más importante, es un misterio de vida, creyendo tengáis vida en su nombre, la vida eterna, la vida plena. Señor cuánto necesitamos hoy esta vida, en estos momentos de dificultad y de pandemia, cuánto necesitamos verte presente, cuánto necesitamos que se nos quite de delante las piedras de los prejuicios que nos impiden entrar en tu misterio. Creer para que tengáis vida, para vivir en el reino de los vivientes, en la eternidad de Dios.

Eso le pedimos hoy al Señor, que podamos nosotros también no solo ver, escuchar la predicación, que podamos entrar en el misterio de Dios y que podamos también creer para tener vida en su nombre.

Hoy lo pedimos de modo particular para los enfermos, que la luz y la vida de Cristo esté con ellos, en su lecho, en el lugar donde están viviendo estos momentos difíciles, lo pedimos para la residencias de personas mayores, el Señor está en medio de nosotros, lo pedimos para las familias, que tengamos esa vida en la iglesia doméstica, que la alegría de la Pascua, la fortaleza y la esperanza que infunde la presencia del Señor nos ayude a sembrar vida y esperanza en todos los que nos rodean.

Lo pedimos así esta mañana por intercesión de la Virgen María.
Que así sea.


+ Mario Iceta Gabicagogeascoa
Obispo de Bilbao

miércoles, 15 de abril de 2020

NOTICIAS PAPA FRANCISCO

Papa Francisco: Recemos por los ancianos que tienen miedo a morir solos

Al inicio de la Misa celebrada en la Casa Santa Marta de este miércoles 15 de abril, el Papa Francisco pidió rezar especialmente por los adultos mayores “aislados o en los asilos de ancianos” porque tienen miedo a morir solos durante esta pandemia del coronavirus, COVID-19.
 
“Recemos hoy por los ancianos, especialmente por quienes están aislados o en los asilos de ancianos. Ellos tienen miedo, miedo de morir solos. Sienten esta pandemia como algo agresivo para ellos”, dijo.
En esta línea, el Santo Padre señaló que “ellos son nuestras raíces, nuestra historia. Ellos nos han dado la fe, la tradición, el sentido de pertenencia a una patria. Recemos por ellos para que el Señor esté cerca de ellos en este momento”, indicó el Pontífice.
 
Luego, el Papa en su homilía explicó que “Dios es salvador porque es fiel a su promesa” y destacó que “la fidelidad de Dios es fiesta, es fiesta gratuita, es fiesta para todos nosotros”.
 
“La fidelidad de Dios es una fidelidad paciente. Tiene paciencia con su pueblo, lo espera, lo guía, le explica lentamente, y le calienta el corazón, como hizo con estos dos discípulos que caminan lejos de Jerusalén. Les calienta el corazón para que regresen a casa”.
 
Además, el Santo Padre destacó que “la fidelidad de Dios siempre nos precede, y nuestra fidelidad siempre es respuesta a aquella fidelidad que nos precede. Es Dios quien nos precede siempre, es la flor del almendro en primavera: florece el primero. Ser fiel es alabar esta fidelidad. Es una respuesta a esta fidelidad”, concluyó.
 
(publicado en ACIPRENSA)

jueves, 9 de abril de 2020

Vía Crucis escrito por presos para el Viernes Santo del Papa Francisco

Vía Crucis escrito por presos para el Viernes Santo del Papa Francisco

Publicamos las meditaciones redactadas por detenidos y asistentes de la cárcel de Padua. Serán leídos en el Vaticano el 10 de abril

Publicamos las meditaciones y oraciones redactadas por presos y asistentes de una cárcel de Padua (norte de Italia) a petición del Papa Francisco.
Serán leídas durante el Vía Crucis que el obispo de Roma presidirá en la Plaza de San Pedro del Vaticano este Viernes Santo, a las 9 de la noche de Roma, al no poder hacerlo en el Coliseo a causa de las restricciones impuestas por el coronavirus. 
MEDITACIONES Y ORACIONES
propuestas por la capellanía
del Centro Penitenciario “Due Palazzi” de Padua

redactadas por
IUna persona condenada a cadena perpetua
II Dos padres cuya hija fue asesinada
IIIUna persona detenida
IVLa madre de una persona detenida
VUna persona detenida
VIUna catequista de la parroquia
VIIUna persona detenida
VIIILa hija de un hombre condenado a cadena perpetua
IXUna persona detenida
XUna educadora de instituciones penitenciarias
XIUn sacerdote acusado y después absuelto
XIIUn juez de vigilancia penitenciaria
XIIIUn fraile voluntario
XIVUn agente de policía penitenciaria

Introducción
Las meditaciones del Vía Crucis de este año han sido propuestas por la capellanía del Centro Penitenciario de cumplimiento “Due Palazzi” de Padua. Aceptando la invitación del Papa Francisco, catorce personas meditaron sobre la Pasión de Nuestro Señor Jesucristo, actualizándola en su propia vida. Entre ellas figuran cinco personas detenidas, una familia víctima de un delito de homicidio, la hija de un hombre condenado a cadena perpetua, una educadora de instituciones penitenciarias, un juez de vigilancia penitenciaria, la madre de una persona detenida, una catequista, un fraile voluntario, un agente de policía penitenciaria y un sacerdote que fue acusado y ha sido absuelto definitivamente por la justicia, tras ocho años de proceso ordinario.
Acompañar a Cristo en el Camino de la Cruz, con la voz ronca de la gente que vive en el mundo de las cárceles, da la oportunidad para asistir al prodigioso duelo entre la vida y la muerte, descubriendo cómo los hilos del bien se entretejen inevitablemente con los hilos del mal. La contemplación del Calvario detrás de las rejas es creer que toda una vida se puede poner en juego en unos breves instantes, como le sucedió al buen ladrón. Bastará llenar esos instantes de verdad: el arrepentimiento por la culpa cometida, la convicción de que la muerte no es para siempre, la certeza de que Cristo es el inocente injustamente escarnecido. Todo es posible para el que cree, porque también en la oscuridad de las cárceles resuena el anuncio lleno de esperanza: «Para Dios nada hay imposible» (Lc 1,37). Si alguien le estrecha la mano, el hombre que fue capaz del crimen más horrendo podrá ser el protagonista de la resurrección más inesperada. Con la certeza de que «incluso cuando contamos el mal podemos aprender a dejar espacio a la redención, podemos reconocer en medio del mal el dinamismo del bien y hacerle sitio» (Mensaje del Santo Padre para la Jornada Mundial de las Comunicaciones Sociales 2020).
De este modo, el Vía Crucis se convierte en un Vía Lucis.
Los textos, recogidos por el capellán D. Marco Pozza y la voluntaria Tatiana Mario, fueron escritos en primera persona, pero se ha optado por no poner el nombre. Quien participó en esta meditación quiso prestar su voz a todos los que comparten la misma condición en el mundo. En esta tarde, en el silencio de las prisiones, la voz de uno desea convertirse en la voz de todos.
Oremos

Oh Dios, Padre todopoderoso,

que en tu Hijo Jesucristo
asumiste las llagas y los sufrimientos de la humanidad,
hoy tengo la valentía de suplicarte, como el ladrón arrepentido: “¡Acuérdate de mí!”.
Estoy aquí, solo ante Ti, en la oscuridad de esta cárcel,
pobre, desnudo, hambriento y despreciado,
y te pido que derrames sobre mis heridas
el aceite del perdón y del consuelo
y el vino de una fraternidad que reconforta el corazón.
Sáname con tu gracia y enséñame a esperar en la desesperación.
Señor mío y Dios mío, yo creo, ayúdame en mi incredulidad.
Padre misericordioso, sigue confiando en mí,
dándome siempre una nueva oportunidad,
abrazándome en tu amor infinito.
Con tu ayuda y el don del Espíritu Santo,
yo también seré capaz de reconocerte
y de servirte en mis hermanos.
Amén.


I estación

Jesús es condenado a muerte
Pilato volvió a dirigirles la palabra queriendo soltar a Jesús, pero ellos seguían gritando: «¡Crucifícalo, crucifícalo!». Por tercera vez les dijo: «Pues ¿qué mal ha hecho este? No he encontrado en él ninguna culpa que merezca la muerte. Así que le daré un escarmiento y lo soltaré». Pero ellos se le echaban encima, pidiendo a gritos que lo crucificara; e iba creciendo su griterío. Pilato entonces sentenció que se realizara lo que pedían: soltó al que le reclamaban (al que había metido en la cárcel por revuelta y homicidio), y a Jesús se lo entregó a su voluntad (Lc 23,20-25).
Muchas veces, en los tribunales y en los periódicos, resuena ese grito: «¡Crucifícalo, crucifícalo!». Es un grito que también escuché referido a mí: fui condenado, junto con mi padre, a la pena de cadena perpetua. Mi crucifixión comenzó cuando era niño. Si pienso en ello, me veo acurrucado en el autobús que me llevaba a la escuela, marginado por mi tartamudez, sin relacionarme con nadie. Inicié a trabajar desde pequeño, sin tener posibilidad de estudiar. La ignorancia pudo más que mi ingenuidad. Después, el acoso le robó destellos de infancia a aquel niño nacido en la Calabria de los años setenta. Me parezco más a Barrabás que a Cristo y, sin embargo, la condena más feroz sigue siendo la de mi propia conciencia. De noche abro los ojos y busco desesperadamente una luz que ilumine mi historia.
Cuando estoy encerrado en la celda y releo las páginas de la Pasión de Cristo, comienzo a llorar. Después de veintinueve años en la cárcel, aún no he perdido la capacidad de llorar, de avergonzarme de mi historia pasada, del mal cometido. Me siento Barrabás, Pedro y Judas en una única persona. Me da asco el pasado, aun sabiendo que es mi propia historia. Viví años sometido al régimen de aislamiento previsto por el artículo 41-bis (de la Ley del sistema penitenciario italiano) y mi padre murió bajo esas mismas condiciones. Muchas veces, de noche, lo oía llorar en la celda. Lo hacía a escondidas, pero yo me daba cuenta. Ambos estábamos en una oscuridad profunda. Pero en esa no-vida, siempre busqué algo que fuera vida. Es extraño decirlo, pero la cárcel fue mi salvación. No me enfado si soy todavía Barrabás para alguien. Percibo en el corazón, que ese Hombre inocente, condenado como yo, vino a buscarme a la cárcel para educarme a la vida.
Señor Jesús, a pesar de los fuertes gritos que nos distraen, te vislumbramos entre la multitud de cuantos vociferan que debes ser crucificado, y tal vez entre ellos estamos también nosotros, inconscientes del mal del que podemos llegar a ser capaces. Desde nuestras celdas, queremos pedir a tu Padre por quienes, como Tú, están condenados a muerte, y por cuantos quieren remplazar todavía tu juicio supremo. 
Oremos
Oh Dios, que amas la vida, siempre nos das una nueva oportunidad a través de la reconciliación para que gustemos tu misericordia infinita, te suplicamos que infundas en nosotros el don de la sabiduría, para que consideremos a cada hombre y a cada mujer como templo de tu Espíritu, y respetemos su dignidad inviolable. Por Cristo nuestro Señor. Amén.


II estación

Jesús con la cruz a cuestas
Los soldados se lo llevaron al interior del palacio —al pretorio— y convocaron a toda la compañía. Lo visten de púrpura, le ponen una corona de espinas, que habían trenzado, y comenzaron a hacerle el saludo: «¡Salve, rey de los judíos!». Le golpearon la cabeza con una caña, le escupieron; y, doblando las rodillas, se postraban ante él. Terminada la burla, le quitaron la púrpura y le pusieron su ropa. Y lo sacan para crucificarlo (Mc 15,16-20).
En ese verano horrible, nuestra vida de padres murió junto a la de nuestras dos hijas. Una fue asesinada con su mejor amiga por la violencia ciega de un hombre sin piedad; la otra, que sobrevivió de milagro, fue privada para siempre de su sonrisa. Nuestra vida ha sido una vida de sacrificios, cimentada en el trabajo y la familia. Enseñamos a nuestros hijos el respeto por el otro y el valor del servicio hacia el que es más pobre. A menudo nos preguntamos: “¿Por qué a nosotros este mal que nos ha devastado?”. No encontramos paz; tampoco la justicia, en la que siempre hemos creído, fue capaz de curar las heridas más profundas. Nuestra condena al sufrimiento durará hasta el final.
El tiempo no alivió el peso de la cruz que nos pusieron sobre los hombros, es imposible olvidar a quien hoy ya no está. Somos ancianos, cada vez más desvalidos, y somos víctimas del peor dolor que pueda existir: sobrevivir a la muerte de una hija.
Es difícil decirlo, pero en el momento en que parece que la desesperación toma el control, el Señor nos sale al encuentro de diferentes maneras, dándonos la gracia de amarnos como esposos, sosteniéndonos el uno al otro, a pesar de las dificultades. Él nos invita a tener abierta la puerta de nuestra casa al más débil, al desesperado, acogiendo a quien llama aunque sólo sea por un plato de sopa. Haber hecho de la caridad nuestro mandamiento es para nosotros una forma de salvación, no queremos rendirnos ante el mal. En efecto, el amor de Dios es capaz de regenerar la vida porque, antes que nosotros, su Hijo Jesús experimentó el dolor humano para poder sentir ante el mismo la justa compasión.
Señor Jesús, nos hace tanto mal verte golpeado, despreciado y despojado, víctima inocente de una crueldad inhumana. En esta noche de dolor, nos dirigimos suplicantes a tu Padre para confiarle a todos los que han sufrido violencias e injusticias.
Oremos
Oh Dios, justicia y redención nuestra, que nos diste a tu único Hijo glorificándolo en el trono de la Cruz, infunde tu esperanza en nuestros corazones para reconocerte presente en los momentos oscuros de nuestra vida. Consuélanos en toda aflicción y sostennos en las pruebas, mientras esperamos tu Reino. Por Cristo nuestro Señor. Amén.


III estación

Jesús cae por primera vez
Él soportó nuestros sufrimientos y aguantó nuestros dolores; nosotros lo estimamos leproso, herido de Dios y humillado; pero él fue traspasado por nuestras rebeliones, triturado por nuestros crímenes. Nuestro castigo saludable cayó sobre él, sus cicatrices nos curaron. Todos errábamos como ovejas, cada uno siguiendo su camino; y el Señor cargó sobre él todos nuestros crímenes (Is 53,4-6).
Fue la primera vez que caí, pero esa caída fue para mí la muerte: le quité la vida a una persona. Un día fue suficiente para pasar de una vida irreprochable a cumplir un gesto que encierra la violación de todos los mandamientos. Me siento la versión moderna del ladrón que implora a Cristo: «¡Acuérdate de mí!»Más que arrepentido, lo imagino como uno que es consciente de estar en el camino equivocado. De mi infancia, recuerdo el ambiente frío y hostil en el que crecí. Bastaba descubrir una fragilidad en el otro para traducirla en una forma de diversión. Buscaba amigos sinceros, buscaba ser aceptado tal como era, sin poder lograrlo. Sufría por la felicidad de los demás, sentía que todo eran obstáculos, me pedían sólo sacrificios y reglas que respetar. Me sentí un extraño para todos y busqué, a cualquier precio, mi venganza.
No me di cuenta que el mal, lentamente, crecía dentro de mí. Hasta que una tarde, sobrevino mi hora de las tinieblas: en un momento, como una avalancha, se desencadenaron dentro de mí los recuerdos de todas las injusticias sufridas en la vida. La rabia asesinó a la amabilidad, cometí un mal inmensamente mayor a todos los que había recibido. Después, en la cárcel, el insulto de los demás se convirtió en desprecio hacia mí mismo. Bastaba poco para acabar con todo, estaba al límite. También conduje a mi familia al precipicio, por mi causa perdieron su apellido, el honor, se convirtieron solamente en la familia del asesino. No busco excusas ni rebajas, expiaré mi pena hasta el último día porque en la cárcel he encontrado gente que me ha devuelto la confianza que perdí.
Mi primera caída fue pensar que en el mundo no existiese la bondad. La segunda, el homicidio, fue casi una consecuencia; ya estaba muerto por dentro.
Señor Jesús, Tú también caíste por tierra. La primera vez es quizá la más dura porque todo es nuevo; el golpe es fuerte y prevalece el desconcierto. Confiamos a tu Padre a quienes se cierran en sus propias razones y no logran reconocer las culpas cometidas.
Oremos
Oh Dios, que levantaste al hombre de su caída, te suplicamos: ven en ayuda de nuestra debilidad y concédenos ojos capaces de contemplar los signos de tu amor que están diseminados en nuestra vida cotidiana. Por Cristo nuestro Señor. Amén.

IV estación
Jesús encuentra a su madre
Junto a la cruz de Jesús estaban su madre, la hermana de su madre, María, la de Cleofás, y María, la Magdalena. Jesús, al ver a su madre y junto a ella al discípulo al que amaba, dijo a su madre: «Mujer, ahí tienes a tu hijo». Luego, dijo al discípulo: «Ahí tienes a tu madre». Y desde aquella hora, el discípulo la recibió como algo propio (Jn 19,25-27).
Cuando condenaron a mi hijo, ni siquiera por un instante tuve la tentación de abandonarlo. El día que lo arrestaron toda nuestra vida cambió, toda la familia entró con él en la prisión. Todavía hoy, el juicio de la gente no se aplaca, es una cuchilla afilada. Los dedos que nos señalan aumentan el sufrimiento que ya llevamos en el corazón.
Las heridas empeoran con el pasar de los días, quitándonos hasta la respiración.
Percibo la cercanía de la Virgen. Me ayuda a no dejarme vencer por la desesperación, a soportar la malicia. Encomendé a mi hijo a María; solamente a ella le puedo confiar mis miedos, puesto que ella misma los experimentó mientras subía al Calvario. En su corazón sabía que su Hijo no podría escapar de la crueldad del hombre, pero no lo abandonó. Estaba allí, compartiendo su dolor, haciéndole compañía con su presencia. Imagino que Jesús, levantando la mirada, encontró sus ojos llenos de amor, y no se sintió nunca solo.
Yo también quiero hacer eso.
Cargué con las culpas de mi hijo, también pedí perdón por mis responsabilidades. Imploro para mí la misericordia que sólo una madre puede experimentar, para que mi hijo pueda volver a vivir después de haber expiado su pena. Rezo continuamente por él para que, día tras día, pueda convertirse en un hombre distinto, capaz de amarse nuevamente a sí mismo y a los demás.
Señor Jesús, el encuentro con tu Madre en el camino de la cruz es quizá el más conmovedor y doloroso. Entre su mirada y la tuya ponemos la de todos los familiares y amigos que se sienten destrozados e impotentes por la suerte de sus seres queridos.
Oremos
Oh María, madre de Dios y de la Iglesia, fiel discípula de tu Hijo, nos dirigimos a ti para confiar a tu mirada amorosa y al cuidado de tu corazón maternal el grito de la humanidad que gime y sufre, mientras espera el día en que se enjugarán todas las lágrimas de nuestros rostros. Amén.


V estación

El Cirineo ayuda a Jesús a llevar la cruz
Mientras lo conducían, echaron mano de un cierto Simón de Cirene, que volvía del campo, y le cargaron la cruz, para que la llevase detrás de Jesús (Lc 23,26).
Con mi trabajo, ayudé a generaciones de niños a caminar erguidos. Después, un día, me encontré tirado por tierra. Fue como si me hubieran roto la columna. Mi trabajo se volvió el pretexto de una acusación infamante. Entré en la cárcel, la cárcel entró en mi casa. Desde entonces me convertí en un vagabundo por la ciudad; perdí mi nombre, me llaman con el nombre del delito por el que la justicia me acusa, ya no soy el dueño de mi vida. Cuando lo pienso, me vuelve a la mente ese niño con los zapatos rotos, los pies mojados, la ropa usada; una vez, yo era ese niño. Después, un día, el arresto: tres hombres uniformados, un rígido protocolo, la cárcel que me traga vivo en su cemento.
La cruz que me cargaron en la espalda es pesada. Con el pasar del tiempo aprendí a convivir con ella, a mirarla a la cara, a llamarla por su nombre. Pasamos noches enteras haciéndonos compañía mutuamente. Dentro de las cárceles, a Simón de Cirene lo conocen todos; es el segundo nombre de los voluntarios, de quien sube a este calvario para ayudar a cargar una cruz. Es gente que rechaza las leyes de la manada poniéndose a la escucha de la conciencia. Además, Simón de Cirene es mi compañero de celda. Lo conocí la primera noche que pasé en la cárcel. Era un hombre que había vivido durante años en un banco, sin afectos ni ingresos. Su única riqueza era una caja de dulces. Él, aun cuando era goloso, insistió que la llevase a mi mujer la primera vez que vino a verme. Ella comenzó a llorar por ese gesto tan inesperado como afectuoso.
Estoy envejeciendo en la cárcel. Sueño con volver a confiar en el hombre algún día, con convertirme en un cirineo de la alegría para alguien.
Señor Jesús, desde el momento de tu nacimiento hasta el encuentro con un desconocido que te llevó la cruz, quisiste tener necesidad de nuestra ayuda. También nosotros, como el Cirineo, queremos hacernos prójimos de nuestros hermanos y hermanas, y colaborar con la misericordia del Padre para aliviar el yugo del mal que los oprime.
Oremos
Oh Dios, defensor de los pobres y consuelo de los afligidos, protégenos con tu presencia y ayúdanos a llevar cada día el dulce yugo de tu mandamiento del amor. Por Cristo nuestro Señor. Amén.


VI estación

La Verónica enjuga el rostro de Jesús

Oigo en mi corazón:

«Buscad mi rostro».
Tu rostro buscaré, Señor.
No me escondas tu rostro.
No rechaces con ira a tu siervo,
que Tú eres mi auxilio;
no me deseches, no me abandones,
Dios de mi salvación (Sal 27,8-9).
Como catequista enjugo muchas lágrimas, dejándolas correr. No se puede encauzar el desbordamiento de los corazones desgarrados. Muchas veces encuentro hombres desesperados que, en la oscuridad de la prisión, buscan un porqué al mal que les parece infinito. Esas lágrimas tienen el sabor del fracaso y de la soledad, del remordimiento y de la falta de comprensión. Con frecuencia imagino a Jesús en la cárcel, en mi lugar: ¿Cómo enjugaría esas lágrimas? ¿Cómo calmaría la angustia de esos hombres que no encuentran una salida a aquello en lo que se han convertido sucumbiendo al mal?
Encontrar una respuesta es un ejercicio arduo, a menudo incomprensible para nuestras pequeñas y limitadas lógicas humanas. El camino que me sugiere Cristo es contemplar esos rostros desfigurados por el sufrimiento sin tener miedo. Me pide quedarme allí, a su lado, respetando sus silencios, escuchando su dolor, buscando mirar más allá de los prejuicios. Exactamente como Cristo mira nuestras fragilidades y nuestros límites, con ojos llenos de amor. A cada uno, también a las personas que están recluidas, se nos ofrece cada día la posibilidad de convertirnos en personas nuevas, gracias a esa mirada que no juzga, sino que infunde vida y esperanza.
Y, de ese modo, las lágrimas derramadas pueden transformarse en el germen de una belleza que era incluso difícil imaginar.
Señor Jesús, la Verónica tuvo compasión de Ti, encontró un hombre que estaba sufriendo y descubrió el rostro de Dios. En la oración confiamos a tu Padre a los hombres y las mujeres de nuestro tiempo que siguen enjugando las lágrimas de muchos hermanos nuestros.
Oremos
Oh Dios, luz verdadera y fuente de la luz, que en la debilidad revelas la omnipotencia y la radicalidad del amor, imprime tu rostro en nuestros corazones, para que sepamos reconocerte en los padecimientos de la humanidad. Por Cristo nuestro Señor. Amén.


VII estación

Jesús cae por segunda vez
Jesús decía: «Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen». Hicieron lotes con sus ropas y los echaron a suerte (Lc 23,34).
Cuando pasaba delante de una cárcel, miraba para otro lado: “Bueno, yo no acabaré nunca ahí dentro”, me decía a mí mismo. Las veces que la miraba respiraba tristeza y oscuridad, me parecía que pasaba junto a un cementerio de muertos vivientes. Un día acabé entre rejas, junto con mi hermano. Como si no fuera suficiente, también conduje allí dentro a mi padre y a mi madre. La cárcel, que era para mí como un país extranjero, se convirtió en nuestra casa. En una celda estábamos nosotros, los hombres, en otra nuestra madre. Los miraba, sentía vergüenza de mí mismo, ya no podía llamarme hombre. Están envejeciendo en la prisión por mi culpa.
Caí en tierra dos veces. La primera cuando el mal me cautivó y yo sucumbí. Traficar con droga, en mi opinión, valía más que el trabajo de mi padre, que se deslomaba diez horas al día. La segunda fue cuando, después de haber arruinado a la familia, empecé a preguntarme: “¿Quién soy yo para que Cristo muera por mí?”. El grito de Jesús —«Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen» lo leo en los ojos de mi madre, que asumió la vergüenza de todos los hombres de la casa para salvar a la familia. Y tiene el rostro de mi padre que se desesperaba de manera escondida en la celda. Sólo ahora soy capaz de admitirlo; en aquellos años no sabía lo que hacía. Ahora que lo sé, con la ayuda de Dios estoy intentando reconstruir mi vida. Lo debo a mis padres, que años atrás subastaron nuestras cosas más queridas porque no querían que estuviese en la calle. Lo debo sobre todo a mí mismo, pues la idea de que el mal siga controlando mi vida es insoportable. Esto se ha convertido en mi vía crucis.
Señor Jesús, estás otra vez caído por tierra, fatigado por mi apego al mal, por mi miedo a no lograr ser una persona mejor. Con fe nos dirigimos a tu Padre y le pedimos por todos los que todavía no han podido huir del poder de Satanás, del atractivo de sus obras y de sus mil formas de seducción.
Oremos
Oh Dios, que no nos abandonas en las tinieblas y en las sombras de la muerte, sostiene nuestra debilidad, líbranos de las cadenas del mal y protégenos con el escudo de tu poder, para que podamos cantar eternamente tu misericordia. Por Cristo nuestro Señor. Amén.
Lo seguía un gran gentío del pueblo, y de mujeres que se golpeaban el pecho y lanzaban lamentos por él. Jesús se volvió hacia ellas y les dijo: «Hijas de Jerusalén, no lloréis por mí, llorad por vosotras y por vuestros hijos, porque mirad que vienen días en los que dirán: “Bienaventuradas las estériles y los vientres que no han dado a luz y los pechos que no han criado”. Entonces empezarán a decirles a los montes: “Caed sobre nosotros”, y a las colinas: “Cubridnos”» (Lc 23,27-30).
Como hija de una persona detenida, en algunas ocasiones me preguntaron: “Usted siente gran afecto por su papá, ¿piensa alguna vez en el dolor que su padre causó a las víctimas?”. En todos estos años, jamás eludí la respuesta; les digo: “Cierto, es imposible dejar de pensar en ello”. Después, yo también les hago otra pregunta: “¿Habéis pensado alguna vez que, entre todas las víctimas de las acciones de mi padre, yo fui la primera? Hace veintiocho años que estoy cumpliendo la condena de crecer sin padre”. Durante todos estos años viví con rabia, inquietud, tristeza. Su ausencia es cada vez más dura de soportar. Crucé Italia, de sur a norte, para estar a su lado. Conozco las ciudades no por sus monumentos sino por las cárceles que visité. Me parece que soy como Telémaco cuando busca a su padre Ulises. Lo mío es un “Giro de Italia” de cárceles y de afectos.
Hace años perdí el amor porque soy la hija de un hombre detenido, mi madre cayó víctima de la depresión, la familia se derrumbó. Quedé yo, con mi salario escaso, para sostener el peso de esta historia hecha trizas. La vida me obligó a convertirme en mujer sin dejarme tiempo para ser niña. En nuestra casa, todo es un vía crucis: papá es uno de esos condenados a cadena perpetua. El día que me casé, soñaba con tenerlo a mi lado. También él pensó en mí en ese momento, a cientos de kilómetros de distancia. “¡Es la vida!”, me repito para darme ánimo. Es verdad, hay padres que, por amor, aprenden a esperar que los hijos maduren. Yo, por amor, tengo que esperar el regreso de papá.
Para gente como nosotros la esperanza es una obligación.
Señor Jesús, el reproche a las mujeres de Jerusalén lo sentimos como una advertencia para cada uno de nosotros. Nos invita a la conversión, pasando de una religión sentimentalista a una fe arraigada en tu Palabra. Te pedimos por quienes están obligados a soportar el peso de la vergüenza, el sufrimiento del abandono, el vacío de una presencia. Y por cada uno de nosotros, para que no permitamos que las culpas de los padres recaigan sobre los hijos.
Oremos
Oh Dios, Padre de toda bondad, que no abandonas a tus hijos en las pruebas de la vida, concédenos la gracia de poder descansar en tu amor y de gozar siempre del consuelo de tu presencia. Por Cristo nuestro Señor. Amén.

IX estación
Jesús cae por tercera vez
Es bueno que el hombre cargue con el yugo desde su juventud. Siéntese solo y silencioso cuando el Señor se lo impone; ponga su boca en el polvo, quizá haya esperanza; ponga la mejilla al que lo maltrata y se harte de oprobios. Porque el Señor no rechaza para siempre; y si hace sufrir, se compadece conforme a su inmensa bondad (Lam 3,27-32).
Caerse al suelo nunca es agradable. Pero hacerlo varias en repetidas ocasiones, además de no ser agradable se convierte incluso en una especie de condena, como si ya no se fuera capaz de permanecer en pie. Como hombre caí demasiadas veces, y otras tantas me levanté. En la cárcel pienso a menudo cuántas veces un niño se cae al suelo antes de aprender a caminar. Me estoy convenciendo de que esos son ensayos para los momentos en que caeremos cuando seamos mayores. Desde pequeño experimenté la cárcel dentro de mi casa; vivía en la angustia del castigo, alternaba la tristeza de los adultos con la despreocupación de los niños. De esos años recuerdo a la hermana Gabriela, la única imagen alegre. Fue la única que percibió en mí lo mejor dentro de lo peor. Como Pedro busqué y encontré mil excusas a mis errores; lo raro es que un fragmento de bien siempre permaneció encendido dentro de mí.
En la cárcel me convertí en abuelo; me perdí el embarazo de mi hija. Un día, a mi nieta no le contaré el mal que cometí, sino solamente el bien que encontré. Le hablaré de quien, cuando estaba caído, me llevó la misericordia de Dios. En la cárcel, la verdadera desesperación es sentir que ya nada de tu vida tiene sentido. Es la cumbre del sufrimiento, te sientes el más solo de todos los solitarios del mundo. Es verdad que me rompí en mil pedazos, pero lo más hermoso es que esos pedazos todavía se pueden recomponer. No es fácil, pero es lo único que aquí dentro todavía tiene un sentido.
Señor Jesús, por tercera vez caes por tierra y, cuando todos piensan que es el final, una vez más te levantas. Con confianza nos ponemos en las manos de tu Padre y le encomendamos a quienes se sienten atrapados en los abismos de los propios errores, para que tengan la fuerza de levantarse y la valentía de dejarse ayudar.
Oremos
Oh Dios, fortaleza de quien en Ti espera, que concedes vivir en paz a quien sigue tus enseñanzas, sostiene nuestros pasos temerosos, levántanos de las caídas de nuestra infidelidad y derrama sobre nuestras heridas el aceite del consuelo y el vino de la esperanza. Por Cristo nuestro Señor. Amén.
Los soldados, cuando crucificaron a Jesús, cogieron su ropa, haciendo cuatro partes, una para cada soldado, y apartaron la túnica. Era una túnica sin costura, tejida toda de una pieza de arriba abajo. Y se dijeron: «No la rasguemos, sino echémosla a suerte, a ver a quién le toca». Así se cumplió la Escritura: «Se repartieron mis ropas y echaron a suerte mi túnica» (Jn 19,23-24).
Como educadora de instituciones penitenciarias veo entrar en la cárcel a hombres privados de todo, despojados de toda dignidad como consecuencia de las culpas cometidas, de todo respeto en relación a sí mismos y a los demás. Cada día me doy cuenta de que su autonomía disminuye detrás de las rejas. Necesitan de mí incluso para escribir una carta. Estas son las criaturas suspendidas que me confían: unos hombres indefensos, exasperados en su fragilidad, a menudo privados de lo necesario para comprender el mal cometido. Sin embargo, por momentos se parecen a unos niños recién nacidos que todavía pueden moldearse. Percibo que sus vidas pueden volver a comenzar en otra dirección, dando definitivamente la espalda al mal.
Pero mis fuerzas disminuyen día a día. Ser un embudo de rabia, de dolor y de rencores rumiados acaba por desgastar incluso al hombre y a la mujer más preparados. Elegí este trabajo después de que un joven, que estaba bajo los efectos de estupefacientes, matara a mi madre en un choque frontal. Enseguida decidí responder a ese mal con el bien. Pero, aun amando este trabajo, en ocasiones me cuesta encontrar la fuerza para llevarlo adelante.
Necesitamos sentirnos acompañados en este servicio tan delicado, para poder sostener las numerosas vidas que se nos confían y que cada día corren el riesgo de naufragar.
Señor Jesús, al contemplarte despojado de tus vestiduras experimentamos incomodidad y vergüenza. En efecto, ante la verdad desnuda, ya desde el primer hombre comenzamos a escapar. Nos escondemos detrás de máscaras de respetabilidad y tejemos ropas de mentiras, a menudo con los jirones deshilachados de los pobres, usados por nuestra avidez de dinero y de poder. Que tu Padre tenga piedad de nosotros y nos ayude con paciencia a ser más sencillos, más transparentes, más auténticos; capaces de abandonar definitivamente las armas de la hipocresía.
Oremos
Oh Dios, que nos haces libres con tu verdad, despójanos del hombre viejo que pone resistencia en nuestro interior y revístenos con tu luz, para ser en el mundo el reflejo de tu gloria. Por Cristo nuestro Señor. Amén.


XI estación

Jesús es clavado en la cruz
Y cuando llegaron al lugar llamado «La Calavera», lo crucificaron allí, a él y a los malhechores, uno a la derecha y otro a la izquierda. Jesús decía: «Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen». Hicieron lotes con sus ropas y los echaron a suerte. El pueblo estaba mirando, pero los magistrados le hacían muecas diciendo: «A otros ha salvado; que se salve a sí mismo, si él es el Mesías de Dios, el Elegido». Se burlaban de él también los soldados, que se acercaban y le ofrecían vinagre, diciendo: «Si eres tú el rey de los judíos, sálvate a ti mismo». Había también por encima de él un letrero: «Este es el rey de los judíos». Uno de los malhechores crucificados lo insultaba diciendo: «¿No eres tú el Mesías? Sálvate a ti mismo y a nosotros». Pero el otro, respondiéndole e increpándolo, le decía: «¿Ni siquiera temes tú a Dios, estando en la misma condena? Nosotros, en verdad, lo estamos justamente, porque recibimos el justo pago de lo que hicimos; en cambio, este no ha hecho nada malo». Y decía: «Jesús, acuérdate de mí cuando llegues a tu reino». Jesús le dijo: «En verdad te digo: hoy estarás conmigo en el paraíso» (Lc 23,33-43).
Cristo clavado en la cruz. Como sacerdote, muchas veces medité esta página del Evangelio. Y cuando un día me pusieron en una cruz, sentí todo el peso de aquel madero: la acusación estaba hecha de palabras duras como clavos, se me hizo muy cuesta arriba, el padecimiento se me grabó en la piel. El momento más oscuro fue ver mi nombre colgado fuera de la sala del tribunal; en ese instante comprendí que era un hombre que estaba obligado a demostrar su inocencia sin ser culpable. Estuve colgado en la cruz durante diez años, fue mi vía crucis, lleno de legajos, sospechas, acusaciones, injurias. Cada vez que iba a los tribunales buscaba el Crucifijo allí colgado; lo miraba fijamente mientras la ley investigaba mi historia.
La vergüenza me llevó por un instante a la idea de pensar que era mejor acabar con todo. Pero luego decidí seguir siendo el sacerdote que siempre había sido. Nunca pensé en aligerar la cruz, ni siquiera cuando la ley me lo concedía. Elegí someterme al juicio ordinario; lo debía a mí mismo, a los jóvenes que eduqué durante los años de Seminario, a sus familias. Mientras subía mi calvario, los encontré a todos a lo largo del camino; se convirtieron en mis cirineos, soportaron conmigo el peso de la cruz, me enjugaron muchas lágrimas. Junto a mí, muchos de ellos rezaron por el joven que me acusó; nunca dejaremos de hacerlo. El día que fui absuelto de todos los cargos, descubrí que era más feliz que diez años atrás; pude tocar con mi mano la acción de Dios en mi vida. Colgado en la cruz, mi sacerdocio se iluminó.
Señor Jesús, tu amor sin límites por nosotros te llevó a la Cruz. Estás muriendo, pero no te cansas de perdonarnos y de darnos vida. Confiamos a tu Padre a los inocentes de la historia que sufrieron una condena injusta. Que resuene en sus corazones el eco de tu palabra: «Hoy estarás conmigo en el paraíso».
Oremos
Oh Dios, fuente de misericordia y de perdón, que te revelas en los sufrimientos de la humanidad, ilumínanos con la gracia que brota de las llagas del Crucificado y concédenos perseverar en la fe durante la noche oscura de la prueba. Por Cristo nuestro Señor. Amén.


XII estación

Jesús muere en la cruz
Era ya como la hora sexta, y vinieron las tinieblas sobre toda la tierra, hasta la hora nona, porque se oscureció el sol. El velo del templo se rasgó por medio. Y Jesús, clamando con voz potente, dijo: «Padre, a tus manos encomiendo mi espíritu». Y, dicho esto, expiró (Lc 23,44-46).
Como juez de vigilancia penitenciaria, no puedo clavar a un hombre, a cualquier hombre, en su condena; sería condenarlo por segunda vez. Es necesario que el hombre expíe el mal que cometió; no hacerlo sería banalizar sus delitos y justificar las acciones intolerables que realizó, causando a otros sufrimiento físico y moral.
Pero una verdadera justicia sólo es posible a través de la misericordia, que no clava al hombre en la cruz para siempre, sino que se ofrece como guía para ayudarlo a levantarse, enseñándole a captar el bien que, no obstante el mal cometido, nunca se apaga totalmente en su corazón. Sólo recobrando su propia humanidad, la persona condenada podrá reconocer esa humanidad en el otro, en la víctima a la que provocó dolor. Este recorrido de recuperación es tortuoso y el riesgo de volver a caer en el mal está siempre al acecho, pero no existen otros caminos para tratar de reconstruir una historia personal y colectiva.
La rigidez del juicio pone a dura prueba la esperanza del hombre; ayudarlo a reflexionar y a preguntarse por las motivaciones de sus acciones podría convertirse en una ocasión para mirarse desde otra perspectiva. Pero para hacer esto, sin embargo, es necesario aprender a reconocer a la persona que está escondida detrás de la culpa cometida. Así, en ocasiones se logra entrever un horizonte que puede infundir esperanza a las personas condenadas y, una vez expiada la pena, devolverlas a la sociedad, invitando a los hombres a volver a acogerlas después de haberlas, quizás, por un tiempo rechazado.
Porque todos, aun siendo condenados, somos hijos de la misma humanidad.
Señor Jesús, mueres por una sentencia corrompida, pronunciada por jueces inicuos y atemorizados por la fuerza impetuosa de la Verdad. A tu Padre confiamos a los magistrados, a los jueces y a los abogados, para que se mantengan con rectitud en el servicio que ejercen a favor del Estado y de sus ciudadanos, sobre todo de los que sufren por una situación de pobreza.
Oremos
Oh Dios, rey de justicia y de paz, que en el grito de tu Hijo acogiste el grito de toda la humanidad, enséñanos a no identificar a la persona con el mal que cometió y ayúdanos a percibir en cada uno la llama viva de tu Espíritu. Por Cristo nuestro Señor. Amén.


XIII estación

Jesús es bajado de la cruz
Había un hombre, llamado José, que era miembro del Sanedrín, hombre bueno y justo (este no había dado su asentimiento ni a la decisión ni a la actuación de ellos); era natural de Arimatea, ciudad de los judíos, y aguardaba el reino de Dios. Este acudió a Pilato y le pidió el cuerpo de Jesús. Y, bajándolo, lo envolvió en una sábana y lo colocó en un sepulcro excavado en la roca, donde nadie había sido puesto todavía (Lc 23,50-53).
Las personas detenidas son, desde siempre, mis maestros. Hace sesenta años que entro en las cárceles como fraile voluntario, y siempre bendije el día que, por primera vez, encontré este mundo escondido. En esas miradas comprendí con claridad que yo mismo, si mi vida hubiera tomado otra dirección, hubiera podido estar en su lugar. Nosotros, cristianos, caemos a menudo en la ilusión de sentirnos mejores que los demás, como si el hecho de poder ocuparnos de los pobres nos diera una superioridad tal que nos convierte en jueces de los demás, condenándolos todas las veces que queramos, sin dar oportunidad de defensa.
Cristo eligió y quiso estar en su vida con los últimos; recorrió las periferias olvidadas del mundo rodeado de ladrones, leprosos, prostitutas y estafadores. Quiso compartir la miseria, la soledad y la turbación. Siempre pensé que este era el verdadero sentido de sus palabras: «Estuve en la cárcel y vinisteis a verme» (Mt 25,36).
Pasando de una a otra celda veo la muerte que habita en su interior. La cárcel sigue sepultando a hombres vivos; son historias que ya nadie quiere. A mí, Cristo me repite una y otra vez: “Continúa, no te detengas. Sigue cargándolos en tus brazos”. No puedo dejar de escucharlo; Él está siempre, aun en el interior del peor de los hombres, por más manchado que esté su recuerdo. Sólo debo frenar mi frenesí, detenerme en silencio delante de esos rostros devastados por el mal y escucharlos con misericordia. Es la única manera que conozco para acoger al hombre, quitando de mi mirada el error que cometió. Solamente así podrá confiar y encontrar la fuerza para rendirse ante el Bien, imaginándose distinto de como se ve ahora.
Señor Jesús, ahora a tu cuerpo, deformado por tanta maldad, lo envuelven en una sábana y lo entregan a la tierra desnuda: esta es la nueva creación. Confiamos a tu Padre la Iglesia, que nace de tu costado abierto, para que nunca se rinda ante el fracaso y la apariencia, sino que siga saliendo para llevar a todo el mundo el anuncio gozoso de la salvación.
Oremos
Oh Dios, principio y fin de todo lo creado, que en la Pascua de Cristo redimiste a toda la humanidad, danos la sabiduría de la Cruz para poder abandonarnos a tu voluntad, aceptándola con ánimo alegre y agradecido. Por Cristo nuestro Señor. Amén.


XIV estación

Jesús es puesto en el sepulcro
Era el día de la Preparación y estaba para empezar el sábado. Las mujeres que lo habían acompañado desde Galilea lo siguieron, y vieron el sepulcro y cómo había sido colocado su cuerpo. Al regresar, prepararon aromas y mirra. Y el sábado descansaron de acuerdo con el precepto (Lc 23,54-56).
En mi misión de agente de policía penitenciaria, cada día experimento el sufrimiento de quien vive recluido. No es fácil relacionarse con quien fue vencido por el mal y causó enormes heridas a otros hombres, haciendo difíciles tantas vidas. Pero la indiferencia en la cárcel crea más daños aún en la historia de quien fracasó y está pagando su deuda a la justicia. Un compañero, que fue mi maestro, repetía con frecuencia: “La cárcel te transforma. Un hombre bueno puede convertirse en un hombre sádico; uno malvado podría llegar a ser mejor persona”. El resultado también depende de mí, y apretar los dientes es esencial para alcanzar el objetivo de nuestro trabajo: dar otra posibilidad a quien contribuyó al mal. Para lograrlo, no puedo limitarme a abrir y cerrar una celda, sin hacerlo con un poco de humanidad.
Cada uno tiene su tiempo, y las relaciones humanas pueden florecer poco a poco, incluso dentro de este mundo difícil. Esto se traduce en gestos, atenciones y palabras capaces de marcar la diferencia, aun cuando se pronuncian en voz baja. No me avergüenzo de ejercer el diaconado permanente vistiendo el uniforme, que llevo con orgullo. Conozco el sufrimiento y la desesperación; los experimenté siendo niño. Mi pequeño deseo es ser punto de referencia para quienes encuentro detrás de las rejas. Hago todo lo que puedo por defender la esperanza de aquellas personas que se encierran en sí mismas, que sienten temor ante la idea de salir un día y correr el riesgo de ser rechazadas una vez más por la sociedad.
En la cárcel les recuerdo que, con Dios, ningún pecado tendrá jamás la última palabra.
Señor Jesús, una vez más te entregan a las manos del hombre, pero esta vez te acogen las manos amables de José de Arimatea y de algunas mujeres piadosas venidas de Galilea, que saben que tu cuerpo es precioso. Estas manos representan las manos de todas las personas que nunca se cansan de servirte y que hacen visible el amor del que el hombre es capaz. Este amor es el que justamente nos hace esperar en que un mundo mejor es posible; sólo basta que el hombre esté dispuesto a dejarse alcanzar por la gracia que viene de Ti. En la oración confiamos a tu Padre, de modo particular, a todos los agentes de la policía penitenciaria y a cuantos, de una u otra manera, colaboran en las cárceles.
Oremos
Oh Dios, eterna luz y día sin ocaso, colma de tus bienes a los que se dedican a tu alabanza y al servicio del que sufre, en los innumerables lugares de sufrimiento de la humanidad. Por Cristo nuestro Señor. Amén.

Alegría en el corazón de Dimas

Hemos entrado en Cuaresma, tiempo de preparación para celebrar la Semana Santa, con la Pascua cristiana: el triunfo de Cristo, después de su...