Charlas cuaresmales
Comunidades acogedoras: Necesidad y posibilidades
(Imanol Zubero)
Vivimos tiempos
extraños y difíciles. Añoramos el contacto, los abrazos, las palmadas en la
espalda, los apretones de manos, juntarnos para celebrar, para reivindicar.
Y esto, que surge de
una situación tan negativa, es una excelente ocasión para repensar la
comunidad.
¿Son nuestras
comunidades hoy menos acogedoras que en otros momentos de la historia?
¿Estamos más solas,
más enfrentadas? Aunque es fácil responder que sí, y las librerías, bibliotecas
y periódicos están llenas de ensayos y reflexiones que parecen afirmarlo, me
parece que un simple SÍ o NO sería una respuesta muy insuficiente.
Hay que empezar
aclarando que no se trata de una situación coyuntural. La pandemia y las
medidas adoptadas para combatirla (la disminución o limitación de los contactos
para reducir los contagios) no son la causa o el detonante de nuestra
preocupación por la comunidad.
Ya antes de la
pandemia los efectos de la soledad y el aislamiento social se estaban abordando
como un nuevo y preocupante problema social y de salud pública. En enero de
2018 Gran Bretaña impulsó un denominado “Ministerio de la Soledad”,
problemática que afectaba a 9 millones de personas en ese país (el 14% de la población
total), y a más de la mitad de las personas mayores de 75 años.
La ciudad de Barcelona
tiene un Observatorio de la Soledad.
Entre 2018 y 2019 se
desarrolló en Gipuzkoa el proyecto "Bakardadeak / Soledades”, para el
estudio de la soledad en las personas mayores.
Soledad, distinguiendo entre:
•soledad social:
personas que se sienten abandonadas o echan de menos la compañía de los demás;
•soledad emocional: no tener
suficientes personas a las que recurrir o en las que confiar plenamente en caso
de necesidad.
Riesgo de aislamiento social, también de dos tipos:
•Las personas cuya red
familiar es pequeña (tamaño), lejana (cercanía emocional) o suscita poca
confianza de prestar apoyo en caso de necesitarlo sufren aislamiento de la red familiar.
•Las personas cuya red
de amistad es pequeña (tamaño), lejana (cercanía emocional) o de poca confianza
para prestar apoyo sufren aislamiento de
la red de amistad.
Según una encuesta,
reciente un 43,6% de la población española está en riesgo de aislamiento social
o se siente sola; un 11,8% está en las dos situaciones a la vez, y solo un
44,6% no declara ningún tipo de riesgo de aislamiento social o sentimiento de
soledad. Es decir, más de la mitad de la población encuestada siente algún tipo
de soledad o tiene algún riesgo de estar aislada socialmente.
El riesgo de
aislamiento social, ya sea de la red de amistad o la red familiar, es
generalmente mayor entre los hombres, entre las personas con menor nivel
educativo y va aumentando con la edad. La falta de red de amistad es
especialmente preocupante a partir de los 65 años, edad que coincide con la
jubilación. Más de un cuarto de los mayores de entre 65 y 79 años están
aislados de la red de amigos y son casi la mitad entre los mayores de 80 años.
El aislamiento de la red de amistad es mayor
que el aislamiento de la red familiar (23,3% y 13,3%). En otras palabras, la
familia está más presente que las amistades y protege más del riesgo de
aislamiento social a lo largo de la vida.
Pero si bien es cierto
que la vejez es la etapa del ciclo vital en la que más inciden la soledad y el
aislamiento, es importante subrayar que ambos fenómenos también están presentes
en edades intermedias del ciclo vital. En torno a un 30% de las personas de 40
a 65 años experimenta aislamiento social y más del 35% sufre soledad emocional.
Teniendo en cuenta que ese es el momento del ciclo vital en el que estamos más
ocupados y desempeñamos roles sociales que nos vinculan a otras personas
(paternidad, trabajo...), se abre un panorama pesimista sobre la evolución de
los niveles de soledad de esas personas cuando se hagan mayores.
¿Qué nos está pasando?
¿Cómo es posible que en la época en la que más claramente experimentamos la
interconexión entre generaciones, entre territorios, entre naciones, la época
en la que más facilidades tenemos para conectarnos física y
11tecnológicamente, sea
también la época en la que (no sé si más que en otras) nos sentimos tan solas y
solos, y sufrimos tanto por ello?
Soy sociólogo y estoy
entrenado para convertir los problemas sociales en problemas sociológicos, y
esto lo hago fijándome sobre todo en factores estructurales que nos ayuden a
comprender lo que nos pasa. Con esto de factores estructurales quiero decir que
no creo que las razones haya que buscarlas en cambios psicológicos (como si
hubiéramos perdido la capacidad de relacionarnos) o en mutaciones
antropológicas (nos hemos convertido en seres absolutamente egoístas, que no
soportamos el menor lastre que limite nuestra libertad personal, y no cabe duda
de que los vínculos humanos son, en cierto modo, una limitación a nuestra
soberanía individual).
Creo que seguimos
siendo, en lo esencial, los mismos seres humanos que éramos hace 50, 100 o
1.000 años, con similares necesidades de reconocimiento, cuidado, comprensión,
amistad y amor. Necesitamos de las demás y de los demás tanto como siempre.
Nos lo recuerda la
politóloga Joan Tronto: “Una ética del cuidado es una aproximación a la vida
personal, social, moral y política que parte de la realidad de que todos los
seres humanos necesitamos y recibimos cuidado y damos cuidado a otras y otros.
Las relaciones de cuidado son parte de lo que nos identifica como seres
humanos”.
Los seres humanos somos vínculo social. El
mito del individuo independiente, que un buen día se plantea firmar un contrato
con otros individuos igualmente independientes para constituir una sociedad es,
simplemente, una falacia. Se trata del mito fundacional del liberalismo, pero
no es más que eso, un mito: ¡cómo si pudiéramos elegir no ser sociales! Los
humanos somos seres inevitablemente sociales. Otra cosa es qué tipo de relaciones
sociales escogemos mantener con las demás y los demás: relaciones de
cooperación, de competencia, de explotación, de amor, de reconocimiento, de
eliminación física... Pero no existe nada parecido al self made man, a la mujer
o al hombre “hecho a sí mismo”. Nos hacemos con otras y con otros. Somos,
además, seres radicalmente vulnerables y, por ello, dependientes. Si algo bueno
podemos sacar de estos tiempos de pandemia es, justamente, el reconocimiento y
la afirmación de nuestra condición social.
¿Qué es lo que ha
cambiado en estos últimos 50 o 100 años, si no es nuestra humanidad?
Lo que ha cambiado es
el entorno institucional en el que vivimos nuestras vidas. Lo que ha cambiado
es la sociedad, que en algunos aspectos ha hecho más fáciles los vínculos (o
algunos vínculos) y en otros los ha vuelto mucho más complicados, a veces diría
que prácticamente imposibles.
Crecientemente hemos
ido pasando de sociedades pequeñas, territorialmente localizadas, donde todo
estaba relativamente cerca, de contactos repetidos y cotidianos, a sociedades
cada vez más grandes y complejas, deslocalizadas, fragmentadas, aceleradas.
Se trata de un tema
complejo y voy a asumir el riesgo de caer en la simplificación, pero espero no
en la caricatura.
Os propongo que nos fijemos un momento en las
medidas que desde muchas instituciones públicas y entidades sociales se están
proponiendo para intentar revertir los procesos que generan soledad y
aislamiento.
Por ejemplo, fijémonos
en la iniciativa “Prevención de la soledad no deseada”, presentada en enero de
2018 dentro del Plan Madrid Ciudad de los Cuidados.
Madrid implicará a los
vecinos de los barrios en la detección de mayores que sufren de soledad. La
vertiente vecinal y comunitaria implica involucrar a los vecinos de los barrios
en la detección de casos de soledad
-las llamadas
“antenas”- y en la creación de redes de apoyo. “La idea es que el farmacéutico,
el comerciante o todas esas personas que están en contacto con los mayores,
puedan detectar que un vecino ya no acude todos los días, o está más abandonado
o cualquier signo de una situación de soledad”.
Vaya, pues me parece
muy bien, pero esta novedosa propuesta me recuerda a algo muy viejo: se llama
vida de pueblo o de barrio.
Lo explicaba muy bien
la psicóloga canadiense Susan Pinker en un interesante libro de 2014 titulado
“El efecto aldea” (The Village Effect) en el que muestra cómo y por qué el
contacto cara a cara es crucial para el aprendizaje, la felicidad, la
resiliencia y la longevidad. También los lazos personales más laxos son
importantes, ya que se combinan con nuestras relaciones cercanas para formar
una “aldea” personal a nuestro alrededor, que ejerce efectos sanadores sobre
nuestras vidas.
Pero ahora pensemos en
cómo son los espacios urbanos en los que vive la mayoría de las personas, o en
los ritmos de trabajo de quienes tienen un empleo, o en las angustias diarias
de quienes viven en riesgo de exclusión, atenazadas por la incertidumbre ante
el mañana. ¿Diríamos que todas estas son circunstancias que facilitan el
“efecto aldea”, que nos permiten disfrutar del contacto cara a cara, pausado,
afectivo?
Es evidente que no.
Y este es, en mi
opinión, el problema esencial. No es que nos hayamos convertido en autómatas
egoístas, en monstruos individualistas. El problema es que las condiciones
materiales, espaciales y temporales para poder practicar, fortalecer y degustar
nuestra dimensión social son cada vez más precarias.
La construcción y el
mantenimiento de vínculos sociales sólidos, de comunidad, necesita de espacios
adecuados, de tiempos oportunos y de condiciones materiales (económicas) de
suficiencia.
Pero la realidad es
que los tiempos del empleo chocan con los tiempos de la crianza y de la
participación ciudadana, los espacios para el encuentro gratuito se
mercantilizan. No tenemos tiempo ni espacios que faciliten o animen al
encuentro gozoso, libre, como un fin en sí mismo.
FRATELLI TUTTI: “En
algunos barrios populares, todavía se vive el espíritu del “vecindario”, donde
cada uno siente espontáneamente el deber de acompañar y ayudar al vecino. En
estos lugares que conservan esos valores comunitarios, se viven las relaciones
de cercanía con notas de gratuidad, solidaridad y reciprocidad, a partir del
sentido de un “nosotros” barrial. Ojalá pudiera vivirse esto también entre
países cercanos, que sean capaces de construir una vecindad cordial entre sus
pueblos”.
Hay quienes llevan
tiempo proponiendo como paradigma para reconstruir o reforzar la convivencia y
la cooperación el “patriotismo de barrio” o el “barrionalismo”. No es un mal
lugar (lugar físico y lugar mental) para empezar. Todavía hoy, a pesar de todos
los cambios sociales que afrontamos, las comunidades y las celebraciones
cristianas continúan firmemente asentadas en el espacio de los barrios y los
pueblos. Muchas veces la iglesia es casi el único recordatorio de esa vida de
aldea o de barrio que otras instituciones (la escuela, el comercio tradicional,
el médico de familia...) han ido abandonando por diversas circunstancias.
Entonces, ¿de lo que
se trata es de volver a la comunidad? Richard Sennett señala que hay tres
maneras de realizar una reparación: “Hacer que el objeto parezca nuevo, mejorar
su operatividad o modificarlo por completo. En la jerga técnica, estas tres
estrategias son la restauración, la rehabilitación y la reconfiguración. La
primera se rige por el estado originario del objeto; la segunda mejora partes o
materiales con la preservación de la forma antigua; la tercera reimagina la
forma y el uso del objeto en el curso de la reparación. Todas las estrategias
de reparación dependen de la idea inicial de que lo que se ha roto puede
arreglarse”.
¿Puede arreglarse la
comunidad? Yo creo que sí. Para ello, debemos empezar por ponernos de acuerdo
en cuál es el sentido que damos a la palabra comunidad.
En esta tarea, puede
sernos de utilidad recuperar la distinción de Bauman entre comunidad estética y
comunidad ética:
•“La característica
común a las comunidades estéticas es la naturaleza superficial y episódica de
los vínculos que surgen entre sus miembros. Los vínculos son desmenuzables y
efímeros [...] en realidad no atan. Son, literalmente, «vínculos sin
consecuencias»”.
•Frente a estas, la
comunidad ética está “tejida de compromisos a largo plazo, de derechos
inalienables y obligaciones irrenunciables”. Siempre atentos, eso sí, a
“ampliar el ámbito de la «comunidad ética» en vez de reducirlo”. Una comunidad
ética sería, desde esta perspectiva, una comunidad “de individuos”
paradójicamente abierta, construida “a partir del compartir y del cuidado
mutuo”.
En alguna otra ocasión
yo he diferenciado entre dos ideales de comunidad muy distintos recurriendo a
este juego de palabras:
•Por un lado, estaría
la comUNIDAD: pensada y construida desde una perspectiva unionista, homogeneizadora,
que privilegia el sujeto identitario (“¡Nosotros”) frente a los valores y los
fines de la construcción comunitaria (un poco al modo del trumpismo y
populismos similares, que enarbolan la bandera de volver a hacer grande, o
fuerte, o unida, o segura la comunidad nacional sin preocuparse de por qué o
para qué). Se trata de comunidades defensivas, temerosas, cerradas,
excluyentes.
•Por otro lado,
estaría la COMUNidad: imaginada y construida desde una perspectiva abierta a la
complejidad y a la diversidad internas, también a las realidades exteriores a
la propia comunidad. No se cierra, aspira a ser lo más incluyente posible,
hospitalaria, acogedora, solidaria, servicial.
¿Mediante qué estrategia de
reparación? No, desde luego, mediante la restauración o la rehabilitación,
pretendiendo una imposible y muchas veces indeseable vuelta atrás, a
comunidades cerradas, defensivas, excluyentes.
Yo diría qué mediante su reconfiguración,
es decir, reimaginando la comunidad para este tiempo y este lugar.
La socióloga Marina Subirats atribuyó a
una ‘utopía disponible’ el gran aumento del apoyo al independentismo que se ha
vivido en Catalunya los últimos años. Podemos decir lo mismo de otros “ismos”
que proliferan en el mundo en los últimos años. Desde luego, podemos decirlo de
muchos de los populismos existentes, apoyados sobre el temor de tanta gente a
quedarse atrás, a ser invisibilizada, a convertirse en población sobrante.
¿Puede ser la “COMUNidad acogedora” la
utopía disponible que nos ayuda a superar la epidemia de soledad no deseada,
pero también la terrible pandemia del aislamiento entre el mundo de las
personas integradas y las excluidas, de las personas mayores y de las jóvenes,
de los países enriquecidos y de los empobrecidos en este mundo global cada vez
más desigual?
Puede, pero hay que ser muy conscientes de
cuáles son los obstáculos para construir estas comunidades acogedoras,
abiertas, inclusivas: el miedo a que abriendo las puertas acabemos quedándonos
sin nuestra propia casa.
En un mundo no sólo de “extraños llamando
a la puerta” (Bauman, 2016), sino de extrañas y extraños viviendo puerta con
puerta, la alternativa al cierre no puede ser la condena a la intemperie. La
respuesta al lamento por la pérdida del hogar y a la demanda de recuperarlo
mediante la erección de muros y el bloqueo de puertas y ventanas no puede ser
la demolición de toda residencia, de todo sentimiento de pertenencia, de toda
sensación de hogar.
Reconfigurar la comunidad, tal vez,
desarrollando la provocadora propuesta de Gianni Vattimo: “pasar del
universalismo a la hospitalidad”. Para ser hospitalario preciso de una casa,
pero también de una cultura de la acogida, el reconocimiento y la escucha.
Todas y todos estamos familiarizados,
porque las hemos utilizado en muchas ocasiones, con las expresiones siguientes:
“te invito a mi casa”, “siéntete como si estuvieras en tu casa”, “esta es tu
casa”. Son expresiones de acogida, de apertura, de hospitalidad. Pero no significan
exactamente lo mismo: indican una gradación cuando menos implícita en la apertura del propio hogar.
La primera, “te invito a mi casa”, marca claramente la diferencia entre la
persona legítimamente propietaria del hogar y aquella a la que esta invita en
ejercicio exclusivo de su voluntad; la segunda, “siéntete como si estuvieras en
tu casa”, supone un paso más, convierte a la persona invitada en algo
diferente, la anima a disfrutar de prerrogativas similares a las de la persona
propietaria; la tercera, “esta es tu casa”, lleva el acto de compartir la residencia
plenamente, igualando en la práctica a ambas personas.
“Esta es tu comunidad”. Este es tu
país. Esta es tu tierra.
En FRATELLI TUTTI el papa Francisco
afirma lo siguiente, vinculando esta encíclica con su anterior LAUDATO SI:
“Cuidar el mundo que nos rodea y contiene es cuidarnos a nosotros mismos. Pero
necesitamos constituirnos en un “nosotros” que habita la casa común”.
Por su parte, la ya citada Joan
Tronto, junto con otra autora, Berenice Fisher, definían así el cuidado hade ya
unos años: “Una actividad de especie que incluye todo aquello que hacemos para
mantener, continuar y reparar nuestro «mundo» de tal forma que podamos vivir en
él lo mejor posible. Ese mundo incluye nuestros cuerpos, nuestros seres y
nuestro entorno, todo lo cual buscamos para entretejerlo en una red compleja
que sustenta la vida”.
Fijémonos bien: somos comunidades
asentadas en barrios y pueblos llamadas a ser, entre otras cosas, comunidades
cuidadoras. Yo diría que no estamos mal posicionadas para afrontar el reto de construir
comunidades acogedoras tanto en la dimensión local como en la global. Al
contrario, me atrevo a decir que este es el ADN de las comunidades cristianas.
¿Y si aprovechamos este tiempo de
Cuaresma para revisarnos desde esta perspectiva?
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