miércoles, 27 de abril de 2022

Papa Francisco: “Antepongamos las caricias de Dios a nuestros errores y caídas”

Este 24 de abril, segundo domingo de Pascua, el Papa Francisco presidió la Misa de la Divina Misericordia de forma pública en la Basílica de San Pedro, donde animó a "anteponer el recuerdo del abrazo y de las caricias de Dios al de nuestros  errores y nuestras caídas" para alimentar la alegría.

Reflexionando acerca del pasaje de San Juan (Jn  20,19.21.26), que relata el momento en el que Jesús Resucitado se presenta ante los discípulos diciendo “La paz esté con ustedes”, el Papa Francisco quiso señalar tres acciones de la Divina Misericordia. 

La alegría 

En primer lugar, Francisco habló de la alegría, aquella “gracia especial de sentirnos perdonados gratuitamente”. 

“Los discípulos deberían haber sentido vergüenza, y en cambio se llenan de alegría. ¿Por qué? Porque ese rostro, ese saludo,  esas palabras desvían su atención de sí mismos a Jesús”, dijo el Papa Francisco.

Asimismo, el Santo Padre aseguró que “Cristo no les recrimina el  pasado, sino que les renueva su benevolencia. Y esto los reanima, les infunde en sus corazones la paz  perdida, los hace hombres nuevos, purificados por un perdón que se les da sin cálculos y sin méritos”.

“Esta es la alegría de Jesús, la alegría que hemos sentido también nosotros cuando  experimentamos su perdón. Nos ha pasado también a nosotros sentirnos como los discípulos en la  tarde de Pascua, después de una caída, de un pecado o de un fracaso”. 

El Papa explicó que es en esos momentos cuando “parece que no hay nada más que hacer”, donde “el Señor hace lo que sea para darnos su paz,  por medio de una Confesión, de las palabras de una persona que se muestra cercana, de una  consolación interior del Espíritu Santo, de un acontecimiento inesperado y sorprendente”. 

“Antepongamos el recuerdo del abrazo y de las caricias de Dios al de nuestros errores y nuestras caídas. De ese modo alimentaremos la alegría. Porque nada puede seguir siendo  como antes para quien experimenta la alegría de Dios”, aseguró el Papa.

El don del perdón

A continuación, el Santo Padre destacó el don del perdón como otra de las tres acciones de la Divina Misericordia, que llega “por medio de la humilde bondad de un confesor misericordioso, que sabe que no  es el poseedor de un poder, sino un canal de la misericordia, que derrama sobre los demás el perdón  del que él mismo ha sido el primer beneficiado”.

“Toda la Iglesia ha sido constituida por Jesús como una comunidad dispensadora de misericordia, signo e instrumento de reconciliación para  la humanidad”, señaló.

“Si experimentamos la alegría de ser liberados  del peso de nuestros pecados y de nuestros errores; si sabemos en primera persona qué significa  renacer, después de una experiencia que parecía no tener salida, entonces se hace necesario compartir  el pan de la misericordia con los que están a nuestro lado”, defendió el Papa. 

Las llagas del prójimo

Por último, el Papa habló acerca de Santo Tomás, cuya incredulidad no escandalizó a Jesús, sino que lo trató con misericordia. 

“En Tomás está la historia de todo creyente. Hay momentos difíciles, en los que parece  que la vida desmiente a la fe, en los que estamos en crisis y necesitamos tocar y ver. Pero, como  Tomás, es precisamente en esos momentos cuando redescubrimos el corazón del Señor, su  misericordia”, dijo el Papa.

Más tarde, señaló que “Jesús, en estas situaciones, no viene hacia nosotros de modo triunfante y con pruebas  abrumadoras, no hace milagros rimbombantes, sino que ofrece cálidos signos de misericordia. Nos  consuela con el mismo estilo del Evangelio de hoy: ofreciéndonos sus llagas”.

Según puntualizó el Pontífice, “la misericordia  de Dios, en nuestras crisis y en nuestros cansancios, a menudo nos pone en contacto con los  sufrimientos del prójimo”. 

“Pensábamos que éramos nosotros los que estábamos en la cúspide del  sufrimiento, en el culmen de una situación difícil, y descubrimos a quienes, permaneciendo en  silencio, están pasando momentos peores. Y, si nos hacemos cargo de las llagas del prójimo y en ellas  derramamos misericordia, renace en nosotros una esperanza nueva, que consuela en la fatiga”.

El Papa animó a los fieles a preguntarse  “si en este último tiempo hemos tocado las llagas de alguien que sufra en el  cuerpo o en el espíritu; si hemos llevado paz a un cuerpo herido o a un espíritu quebrantado; si hemos dedicado un poco de tiempo a escuchar, acompañar y consolar”. 

Cuando lo hacemos, encontramos a Jesús, que desde los ojos de quienes son probados por la vida, nos mira con misericordia y nos repite:  ¡La paz esté con ustedes!”, concluyó.


(publicado en ACIPRENSA)

domingo, 24 de abril de 2022

Homilía del Papa en la Misa de la Divina Misericordia 2022

Este domingo 24 de abril, el Papa Francisco presidió la Misa del Domingo de la Divina  Misericordia de forma pública en la Basílica de San Pedro, algo que no ocurría desde hace dos años debido a las restricciones de la pandemia. 

A continuación, la homilía completa del Papa Francisco:

Hoy el Señor resucitado se aparece a los discípulos y, a ellos, que lo habían abandonado, les  ofrece su misericordia, mostrándoles sus llagas. Las palabras que les dirige están acompasadas por  un saludo, que se menciona tres veces en el Evangelio de hoy: «¡La paz esté con ustedes!» (Jn  20,19.21.26). ¡La paz esté con ustedes! Es el saludo del Resucitado, que sale al encuentro de toda  debilidad y error humano. Sigamos los tres ¡la paz esté con ustedes! de Jesús, en ellos descubriremos  tres acciones de la divina misericordia en nosotros. Ésta sobre todo da alegría, luego suscita el  perdón, y finalmente consuela en la fatiga.

 En primer lugar, la misericordia de Dios da alegría, una alegría especial, la alegría de  sentirnos perdonados gratuitamente. Cuando en la tarde de Pascua los discípulos vieron a Jesús y  escucharon por primera vez que les decía ¡la paz esté con ustedes!, se alegraron (cf. v. 20). Estaban  encerrados en la casa por el miedo, pero también estaban encerrados en sí mismos, abatidos por un  sentimiento de fracaso. Eran discípulos que habían abandonado al Maestro, que habían huido en el  momento de su arresto. Pedro incluso lo había negado tres veces y uno del grupo —¡uno de ellos!— había sido el traidor. Tenían motivos para sentirse no sólo atemorizados, sino fracasados, pusilánimes.  Es cierto que en el pasado habían tomado decisiones valientes, habían seguido al Maestro con  entusiasmo, compromiso y generosidad, pero al final todo se había desmoronado; el miedo había  prevalecido y habían cometido el gran pecado de dejar solo a Jesús en el momento más trágico. Antes  de la Pascua pensaban que estaban hechos para grandes cosas, discutían sobre quién fuese el más  grande entre ellos. Ahora se sienten hundidos.  

En este clima llega el primer ¡la paz esté con ustedes! del Resucitado. Los discípulos deberían  haber sentido vergüenza, y en cambio se llenan de alegría. ¿Por qué? Porque ese rostro, ese saludo,  esas palabras desvían su atención de sí mismos a Jesús. En efecto, «los discípulos se alegraron — precisa el texto— de ver al Señor» (v. 20). No piensan más en sí mismos y en sus fallos, sino que se  sienten atraídos por sus ojos, donde no hay severidad, sino misericordia. Cristo no les recrimina el  pasado, sino que les renueva su benevolencia. Y esto los reanima, les infunde en sus corazones la paz  perdida, los hace hombres nuevos, purificados por un perdón que se les da sin cálculos y sin méritos.  

Esta es la alegría de Jesús, la alegría que hemos sentido también nosotros cuando  experimentamos su perdón. Nos ha pasado también a nosotros sentirnos como los discípulos en la  tarde de Pascua, después de una caída, de un pecado o de un fracaso. En esos momentos pareciera  que no hay nada más que hacer. Pero precisamente allí el Señor hace lo que sea para darnos su paz,  por medio de una Confesión, de las palabras de una persona que se muestra cercana, de una  consolación interior del Espíritu Santo, de un acontecimiento inesperado y sorprendente. De  diferentes maneras Dios se asegura de hacernos sentir el abrazo de su misericordia, una alegría que  nace de recibir “el perdón y la paz”. Sí, la alegría de Dios nace del perdón y deja la paz, una alegría  que levanta sin humillar. Hermanos y hermanas, hagamos memoria del perdón y de la paz que  recibimos de Jesús. Antepongamos el recuerdo del abrazo y de las caricias de Dios al de nuestros  errores y nuestras caídas. De ese modo alimentaremos la alegría. Porque nada puede seguir siendo  como antes para quien experimenta la alegría de Dios. 

La paz esté con ustedes! El Señor lo dice por segunda vez, agregando: «Como el Padre me  envió, así yo los envío a ustedes» (v. 21). Y les da a los discípulos el Espíritu Santo, para hacerlos  ministros de reconciliación. «A quienes perdonen los pecados, les quedan perdonados» (v. 23). No  sólo reciben misericordia, sino que se convierten en dispensadores de esa misma misericordia que  han recibido. Reciben este poder, pero no en base a sus méritos, no; es un puro don de la gracia, que  se apoya en su propia experiencia de hombres perdonados. Y, hoy y siempre, el perdón en la Iglesia  nos debe llegar así, por medio de la humilde bondad de un confesor misericordioso, que sabe que no  es el poseedor de un poder, sino un canal de la misericordia, que derrama sobre los demás el perdón  del que él mismo ha sido el primer beneficiado.  

«A quienes perdonen los pecados, les quedan perdonados» (v. 23). Estas palabras están en el  origen del sacramento de la Reconciliación, pero no sólo, pues toda la Iglesia ha sido constituida por  Jesús como una comunidad dispensadora de misericordia, signo e instrumento de reconciliación para  la humanidad. Hermanos, hermanas, cada uno de nosotros hemos recibido en el Bautismo el Espíritu  Santo para ser hombres y mujeres de reconciliación. Si experimentamos la alegría de ser liberados  del peso de nuestros pecados y de nuestros errores; si sabemos en primera persona qué significa  renacer, después de una experiencia que parecía no tener salida, entonces se hace necesario compartir  el pan de la misericordia con los que están a nuestro lado. Sintámonos llamados a esto. Y  preguntémonos: yo, aquí donde vivo, en la familia, en el trabajo, en mi comunidad, ¿promuevo la  comunión, soy artífice de reconciliación? ¿Me comprometo a calmar los conflictos, a llevar perdón donde hay odio, paz donde hay rencor? Jesús busca que seamos ante el mundo testigos de estas  palabras suyas: ¡La paz esté con ustedes!  

¡La paz esté con ustedes! repite el Señor por tercera vez cuando se les aparece nuevamente  a los discípulos ocho días después, para confirmar la fe tambaleante de Tomás. Tomás quiere ver y  tocar. Y el Señor no se escandaliza de su incredulidad, sino que va a su encuentro: «Trae aquí tu dedo  y mira mis manos» (v. 27). No son palabras desafiantes, sino de misericordia. Jesús comprende la  dificultad de Tomás, no lo trata con dureza y el apóstol se conmueve interiormente ante tanta bondad. 

Y es así que de incrédulo se vuelve creyente, y hace esta confesión de fe tan sencilla y hermosa:  «¡Señor mío y Dios mío!» (v. 28). Es una linda invocación, que podemos hacer nuestra y repetirla  durante el día, sobre todo cuando experimentamos dudas y oscuridad, como Tomás.  

Porque en Tomás está la historia de todo creyente. Hay momentos difíciles, en los que parece  que la vida desmiente a la fe, en los que estamos en crisis y necesitamos tocar y ver. Pero, como  Tomás, es precisamente en esos momentos cuando redescubrimos el corazón del Señor, su  misericordia. Jesús, en estas situaciones, no viene hacia nosotros de modo triunfante y con pruebas  abrumadoras, no hace milagros rimbombantes, sino que ofrece cálidos signos de misericordia. Nos  consuela con el mismo estilo del Evangelio de hoy: ofreciéndonos sus llagas. 

Y nos hace descubrir también las llagas de los hermanos y de las hermanas. Sí, la misericordia  de Dios, en nuestras crisis y en nuestros cansancios, a menudo nos pone en contacto con los  sufrimientos del prójimo. Pensábamos que éramos nosotros los que estábamos en la cúspide del  sufrimiento, en el culmen de una situación difícil, y descubrimos a quienes, permaneciendo en  silencio, están pasando momentos peores. Y, si nos hacemos cargo de las llagas del prójimo y en ellas  derramamos misericordia, renace en nosotros una esperanza nueva, que consuela en la fatiga. 

Preguntémonos entonces si en este último tiempo hemos tocado las llagas de alguien que sufra en el  cuerpo o en el espíritu; si hemos llevado paz a un cuerpo herido o a un espíritu quebrantado; si hemos  dedicado un poco de tiempo a escuchar, acompañar y consolar. Cuando lo hacemos, encontramos a  Jesús, que desde los ojos de quienes son probados por la vida, nos mira con misericordia y nos repite:  ¡La paz esté con ustedes! 

(publicado en ACIPRENSA)

martes, 19 de abril de 2022

“¡Dejemos entrar la paz de Cristo en nuestras vidas, casas y países!”, pide Papa en Pascua

Antes de impartir la bendición Urbi et Orbi este Domingo de Resurrección, 17 de abril, el Papa Francisco destacó en su Mensaje de Pascua que “necesitamos al Crucificado Resucitado para creer en la victoria del amor, para esperar en la reconciliación” y alentó a dejar entrar “la paz de Cristo en nuestras vidas, en nuestras casas y en nuestros países”.

Según las cifras de las autoridades italianas, alrededor de 100 mil personas acudieron a las cercanías del Vaticano este Domingo de Pascua para la bendición Urbi et Orbi con el Papa Francisco.

Tras reflexionar brevemente en el relato del Evangelio sobre la Resurrección de Jesucristo, el Santo Padre indicó que “no es una ilusión” sino que “hoy más que nunca resuena el anuncio pascual tan querido para el Oriente cristiano”.

¡Cristo ha resucitado! ¡Verdaderamente ha resucitado! Hoy más que nunca tenemos necesidad de Él, al final de una Cuaresma que parece no querer terminar. Hemos pasado dos años de pandemia, que han dejado marcas profundas. Parecía que había llegado el momento de salir juntos del túnel, tomados de la mano, reuniendo fuerzas y recursos. Y en cambio, estamos demostrando que no tenemos todavía en nosotros el espíritu de Jesús, sino que tenemos todavía el espíritu Caín, que mira a Abel no como a un hermano, sino como a un rival, y piensa en cómo eliminarlo”, advirtió el Papa.

Por ello, el Papa dijo que “necesitamos al Crucificado Resucitado para creer en la victoria del amor, para esperar en la reconciliación. Hoy más que nunca lo necesitamos a Él, para que poniéndose en medio de nosotros nos vuelva a decir: ¡La paz esté con ustedes!”.

“Solo Él puede hacerlo. Solo Él tiene hoy el derecho de anunciarnos la paz. Solo Jesús, porque lleva las heridas, nuestras heridas. Esas heridas suyas son doblemente nuestras: nuestras porque nosotros se las causamos a Él, con nuestros pecados, con nuestra dureza de corazón, con el odio fratricida; y nuestras porque Él las lleva por nosotros, no las ha borrado de su Cuerpo glorioso, ha querido conservarlas, llevarlas consigo para siempre”, indicó el Santo Padre.

En esta línea, el Papa explicó que “las heridas en el Cuerpo de Jesús resucitado son el signo de la lucha que Él combatió y venció por nosotros con las armas del amor, para que nosotros pudiéramos tener paz, estar en paz, vivir en paz”.

Paz en el mundo

A continuación, el Santo Padre lanzó un llamado a la paz en diferentes regiones del mundo. En primer lugar, recordó la martirizada Ucrania, tan duramente probada por la violencia y la destrucción de la guerra cruel e insensata a la que ha sido arrastrada”.

Tras su llamado a la paz en Ucrania, el Papa fue interrumpido por los aplausos de la gente presente.

Luego, el Santo Padre recordó “otras situaciones de tensión, sufrimiento y dolor que afectan a demasiadas regiones del mundo y que no podemos ni debemos olvidar”.

“En este día glorioso pidamos paz para Jerusalén y paz para aquellos que la aman, cristianos, judíos y musulmanes. Que los israelíes, los palestinos y todos los habitantes de la Ciudad Santa, junto con los peregrinos, puedan experimentar la belleza de la paz, vivir en fraternidad y acceder con libertad a los Santos Lugares, respetando mutuamente los derechos de cada uno”, pidió el Papa.

Además, el Santo Padre solicitó la “paz y reconciliación en los pueblos del Líbano, de Siria y de Irak, y particularmente en todas las comunidades cristianas que viven en Oriente Medio”.

Asimismo, el Papa lanzó un llamado a la paz en Libia “para que encuentre estabilidad después de años de tensiones”; en Yemen que “sufre por un conflicto olvidado por todos con incesantes víctimas, pueda la tregua firmada en los últimos días devolverle la esperanza a la población”; por la reconciliación en Myanmar “donde perdura un dramático escenario de odio y de violencia”; por Afganistán “donde no se consiguen calmar las peligrosas tensiones sociales, y una dramática crisis humanitaria está atormentando a la población”.

También, el Pontífice solicitó “paz en todo el continente africano, para que acabe la explotación de la que es víctima y la hemorragia causada por los ataques terroristas -especialmente en la zona del Sahel-, y que encuentre ayuda concreta en la fraternidad de los pueblos” entre ellos, Etiopía, “afligida por una grave crisis humanitaria, vuelva a encontrar el camino del diálogo y la reconciliación”; en la República Democrática del Congo para que se  “ponga fin a la violencia”; así como por los afectados en la parte oriental de Sudáfrica afectados por graves inundaciones.

Asimismo, el Santo Padre rezó a Cristo resucitado asista “a los pueblos de América Latina que, en estos difíciles tiempos de pandemia, han visto empeorar, en algunos casos, sus condiciones sociales, agravadas también por casos de criminalidad, violencia, corrupción y narcotráfico”.

Finalmente, el Papa rezó para “que el Señor Resucitado que acompañe el camino de reconciliación que está siguiendo la Iglesia Católica canadiense con los pueblos indígenas”. En concreto, para que “el Espíritu de Cristo Resucitado sane las heridas del pasado y disponga los corazones en la búsqueda de la verdad y la fraternidad”.

“Ante los signos persistentes de la guerra, como en las muchas y dolorosas derrotas de la vida, Cristo, vencedor del pecado, del miedo y de la muerte, nos exhorta a no rendirnos frente al mal y a la violencia. ¡Dejémonos vencer por la paz de Cristo! ¡La paz es posible, la paz es necesaria, la paz es la principal responsabilidad de todos!”, concluyó el Papa.

(publicado en ACIPRENSA)

jueves, 7 de abril de 2022

Abrazo a la Cruz salvadora

 

Un hombre abraza la cruz frente a un monasterio en Lviv (Ucrania). Cortesía de Dennis Melnichuk.
Un hombre abraza la cruz frente a un monasterio en Lviv (Ucrania). Cortesía de Dennis Melnichuk.

“Una imagen vale más que mil palabras”. La frase viene como anillo al dedo para la foto que encabeza este artículo, porque refleja la tragedia sobrevenida al pueblo de Ucrania, conmovedora del mundo entero. Hay imágenes que golpean terriblemente y suscitan hondos sentimientos. Pero como no solo de sentimientos vive el hombre, sino de palabras que los expliquen y contextualicen, toda imagen reclama una razón que sustente su valor. De lo contrario, los afectos suscitados, por vivos que sean, quedan sin soporte racional y pierden su hondura propiamente humana.

La foto del hombre abrazado a la cruz pide una lectura y enfoque contextual trascendentes: religiosos para ser precisos; y, aún más, una mirada desde la fe cristiana. Lo reclama a gritos la misma imagen, porque el sufrimiento que sin duda anegaba el corazón de ese hombre, tenía su referente en la imagen del otro hombre   que se ve un poco más arriba, no ya abrazado sino crucificado en el mismo leño:   en Cristo, que se ofreció por toda la humanidad en el Calvario. Sin esta referencia, la foto quedaría sin valor y lo mismo habría dado que en lugar de aparecer abrazado a la cruz lo hubiera hecho a una farola; esta chirriante comparación sirve para dar a esa imagen su auténtico valor: la del sufrimiento de Cristo por todos nosotros, ofreciéndonos consuelo y fortaleza, como cabe pensar que estaría encontrando ese hombre.

¡Cuánto me hubiera gustado hablar con él y escuchar sus palabras de desahogo, sin duda edificantes! Ojalá que esa foto haya avivado la fe de los creyentes y despertado decisiones de mayor responsabilidad e implicación personal en esta tragedia. Desearía igualmente que si algún agnóstico, o gentes alejadas de la fe cristiana la hubieran visto, les haya suscitado interrogantes que les acerquen más a un Dios que, hecho hombre, muere por nosotros en la Cruz. Es lo que le sucedió a una joven japonesa, desconocedora del cristianismo, cuando se topó por primera vez con una representación de Cristo crucificado. Su experiencia está recogida en el libro Los cerezos en flor, de José Miguel Cejas. Ofrezco al lector pasajes de su testimonio, esperando que les resulten tan atractivos como me parecieron a mí.

Kazuko Kawata, así llamada la protagonista, poco después de terminada la II Guerra Mundial, vivía en Kioto, donde muchos establecimientos permanecían cerrados y medio derruidos. Nishiori, uno de ellos, famoso en Japón por fabricar telas para kimonos, estaba abandonado y según Kazuko, que entonces tenía seis años, era el lugar perfecto para jugar al escondite. En las estanterías quedaban libros de muestras, con dibujos de bordados, y figuras fantásticas. Un día, jugando, como las amigas tardaban en encontrarla, comenzó a hojear un libro que reproducía cuadros occidentales. Y cedo la palabra a Kazuko:

“De pronto, vi en una de las páginas la imagen de un hombre clavado en dos troncos de árbol en forma de cruz. Estaba muerto y tenía el cuerpo ensangrentado y lleno de llagas. (…) Aquella imagen me impresionó profundamente. Durante años me pregunté por qué razón habrían torturado a aquel hombre de forma tan salvaje. ¿Sería un forajido famoso? No lo parecía, por el respeto con que lo contemplaban el resto de los personajes del cuadro. Entonces, ¿quién era?”.

Pasaron los años y cuando tenía dieciocho, un día entró, por curiosidad, en la antigua catedral de Kioto: “Allí me encontré de nuevo con la imagen del hombre torturado que se había quedado grabada en mi alma desde la niñez. Fue la primera vez que la asocié al cristianismo. Y al ver su rostro dolorido, me conmoví. No fue una impresión estética, porque en Kioto tenemos unos templos maravillosos (…) Fue algo más profundo, y al mismo tiempo incomprensible para mí”. A través de una amiga católica, llegó a la luz de la fe y recibió el bautismo.

La amiga le había explicado que los sufrimientos de Cristo eran la manifestación del amor que Dios nos tiene; y Kazuko comenta: “Nunca había pensado que Dios pudiera amarnos personalmente. Decidí estudiar el catecismo (…), y desde entonces he meditado con frecuencia en la Pasión de Cristo”.  Finalmente, deja una consideración que debería hacernos reflexionar seriamente a los creyentes: “Pienso que los cristianos estamos tan acostumbrados a ver las imágenes de Nuestro Señor clavado en la Cruz, que no nos damos cuenta de todo el dolor y de todo el amor que encierra esa escena: ¡un Dios que se hace hombre y muere para salvarnos!”.

Volvamos a nuestro hombre de Lviv, en Ucrania, que estaría de acuerdo con el pensamiento de Kazuko. Quizá, buscando fortaleza en la Cruz salvadora de Cristo, ese hombre se preguntaría: ¿Por qué, Señor, esta locura de la guerra? Múltiples respuestas y análisis se han hecho, útiles, sin duda, porque hay que mirar el mundo “de tejas abajo”. Pero insuficientes si falta la referencia definitiva anclada en lo trascendente; si prescindimos de esta volveremos a las andadas, como demuestra la historia. En la entraña íntima de esta guerra, hay una realidad que -en su Consagración del mundo y en especial de Rusia y Ucrania, al Corazón de María- el Papa Francisco ha señalado dándole un nombre: “Hemos herido con el pecado el corazón de nuestro Padre, que nos quiere hermanos y hermanas”. Esto, desgraciadamente, no es algo puntual, de hoy; siempre ha sido así cuando traicionamos la llamada que Dios nos hace para vivir de amor como hijos suyos y hermanos en Cristo. Lo expresó muy bien un Premio Nobel ruso: Alexander Solzhenitsyn.

En 1985 refiriéndose a las penalidades y muertes provocadas por el derrocamiento del régimen zarista y la Revolución rusa iniciada en 1917, declaraba en Seléction du Reader’s Digest: “Me acuerdo de haber escuchado a los ancianos sus explicaciones sobre los males que se habían abatido sobre Rusia: ‘Los hombres se han olvidado de Dios; es esta la causa de todo lo que está ocurriendo’”. Escribió ocho volúmenes sobre aquellos acontecimientos y concluía: “Si se me pidiera ahora formular, de la forma más concisa posible, la causa principal de este desastre que ha sepultado a más de sesenta millones de mis compatriotas, no podría hacer nada mejor que repetir continuamente a mi alrededor: “Los hombres se han olvidado de Dios; es ésta la causa de todo lo que está ocurriendo”.

Estas palabras no han perdido actualidad: en el centro de tantas locuras está el olvido de Dios. Quiera Él que a todos nos ayuden la imagen del hombre de Lviv, las reflexiones de Kazuko y las del Nobel ruso; y, sobre todo, las palabras de Francisco que, después de señalar el pecado, nos anima a pedir perdón, porque “Dios no nos abandona, sino que continúa mirándonos con amor, deseoso de perdonarnos y levantarnos de nuevo” (Texto de la Consagración, 25-III-22). ¿Haremos oídos sordos?

(publicado en El Confidencial)

Alegría en el corazón de Dimas

Hemos entrado en Cuaresma, tiempo de preparación para celebrar la Semana Santa, con la Pascua cristiana: el triunfo de Cristo, después de su...