viernes, 8 de marzo de 2024

Alegría en el corazón de Dimas

Hemos entrado en Cuaresma, tiempo de preparación para celebrar la Semana Santa, con la Pascua cristiana: el triunfo de Cristo, después de su Pasión y muerte en la Cruz. Al resucitar recibió, como hombre, la gloria que tuvo junto a su Padre Dios, antes de encarnarse en el seno de María Virgen. Y así nos abrió las puertas de su Reino que desea compartir con todos nosotros.

Dimas, en su alma espiritual, fue el primero en contemplar la belleza del rostro de Cristo que, poco antes de morir, le había prometido: En verdad te digo que hoy estarás conmigo en el paraíso (Lc 23, 43). La alegría debió invadirle el corazón al oír esas palabras; antes, en su más profunda interioridad, realizó un proceso de conversión lleno de hondura y sinceridad, digno de meditar y ser imitado.

La conversión, según el diccionario de la Lengua, comporta “transformar(se) en algo”: toda persona, por ejemplo, que cambia su actitud o comportamiento respecto a determinadas realidades, ordinariamente positivas; entendemos que la conversión se realiza siempre abrazando valores que enriquecen al sujeto. Me referiré a la transformación operada en el corazón de Dimas, al proceso interior que comporta toda conversión cristiana, aunque cada una se acompañe de circunstancias particulares y del personalísimo componente de sufrimiento y de gozo. Este doble sentimiento se origina porque toda verdadera conversión implica reconocer dolorosamente, ante Dios, lo que hayamos hecho mal; pero, a la vez, brota también la alegría al experimentar su perdón y amor misericordioso.

En el lenguaje del Nuevo Testamento, para hablar de conversión se usa el término griego ἐπιστρεφω (epistrepho), que significa 'volverse a'; es decir, el converso se vuelve hacia el otro, dirigiendo su mirada hacia él y, más concretamente, hacia Dios, ya sea en la persona del Padre o en la del Hijo: hacia Cristo, que nos llama directamente a la conversión, como escribe san Marcos: “Vino Jesús a Galilea predicando el Evangelio de Dios y diciendo: El tiempo se ha cumplido y el Reino de Dios está al llegar; convertíos y creed en el Evangelio” (Mc 1, 14-15). En ello nos va la vida. Acoger por la fe el mensaje de verdad y amor de Cristo, da pleno sentido a la existencia e implica rechazar cuanto se opone al amor de Dios.

Me he referido al doble sentimiento -dolor y alegría- que comporta toda conversión, como muestra la parábola del hijo pródigo, que decide volver a la casa y al amor del padre, después de reconocer su pecado: “Me levantaré e iré a mi padre y le diré: ‘Padre, he pecado contra el cielo y contra ti” (Lc 15, 18). Era una verdad que, sin duda, le desgarraba interiormente, pues, como escribe Ratzinger, la conversión es “aceptar los sufrimientos de la verdad” (El Camino Pascual. BAC, p. 27-28). Al mismo tiempo, también, brotaba la alegría del encuentro, al sentir el abrazo amoroso del padre que “se le echó al cuello y le cubría de besos” (Lc 15, 20).

La parábola se hizo realidad en Dimas, antes de morir en la cruz. Aunque solo Cristo conociese los entresijos de su interioridad y el proceso que le hizo pedirle perdón, cabe imaginar lo ocurrido en su corazón. La gracia del Espíritu Santo, como relámpago de luz, iluminó de golpe su vida entera, haciéndole reconocer su mal obrar; y esto, unido a la mansedumbre y amor de Cristo que veía a su lado hizo que, dirigiéndose en primer lugar a su otro compañero, dijese: “¿Ni siquiera tú, que estás en el mismo suplicio temes a Dios? Nosotros estamos aquí justamente, porque recibimos lo merecido por lo que hemos hecho; pero éste no ha hecho ningún mal.” Y, enseguida, vuelto a Cristo, “decía: Jesús, acuérdate de mi cuando llegues a tu Reino” (Lc 23, 4-42).

La mención que hizo al temor a Dios no hay que verla, en su caso, como un temor servil por miedo al castigo, sino el temor que es don del Espíritu, propio de quienes aman de verdad. Es el miedo de la persona sinceramente arrepentida, ante la posibilidad de volver a ofender a un Padre que es todo Amor.

Pero Dimas y su testimonio no se pierden en la noche de los tiempos. En nuestros días hemos conocido conversiones análogas, al filo del siglo XXI,. En su libro “Con la Biblia y la parabellum”, refiere Ontoso la conversión de José Luis Álvarez, “Txelis”, antiguo miembro de ETA. Recojo un pasaje en el que, refiriéndose a sus años de cárcel, habla directa y personalmente el interesado: “Veía a mi alrededor personas que eran muertos andantes. Muertos psíquicos. Estaban muy afectados por su historia (…) Llegué a ver el infierno en el sentido más atávico del término, como un lugar de sufrimiento...” (“Con la Biblia y la parabellum”, p. 372)

Preguntado por el autor del libro: “¿Fue el miedo al infierno lo que llevó a Txelis a su conversión?”, responde: “No ha sido mi caso en absoluto. La fe me enfrentó a cosas peores que el miedo a un supuesto infierno, porque creer me suponía, por ejemplo, arrepentirme hasta la médula de las cosas a las que yo pude contribuir en mi época de militancia. Fui un militante convencido, y esa responsabilidad moral está en mí. Mi fe me obligaba a ir mucho más allá: debía rechazar la violencia y decirlo claramente.” (Ibid., p. 373).

La conversión cristiana -con ayuda de la gracia que nunca falta-, implica arrepentirse “hasta la médula”. Es la verdad de reconocer dolorosamente el mal cometido -el pecado que ofende a Dios-, y arrepentirse de ello, lo que lleva a pedirle humildemente perdón.

El motor de la verdadera conversión es el amor a Dios, no el temor; por eso, desde Dimas hasta el último converso, harían suyas de buen grado las palabras del conocido soneto, de incierta autoría:                                                                                  

“No me mueve, mi Dios, para quererte / el cielo que me tienes prometido,
          ni me mueve el infierno tan temido / para dejar por eso de ofenderte.

Tú me mueves, Señor, muéveme el verte / clavado en una cruz y escarnecido / muéveme ver tu cuerpo tan herido, / muévenme tus afrentas y tu muerte.

Muéveme, en fin, tu amor, y en tal manera, / que aunque no hubiera cielo, yo te amara, / y aunque no hubiera infierno, te temiera.

No me tienes que dar porque te quiera, / pues aunque lo que espero no esperara, / lo mismo que te quiero te quisiera.”

Los cristianos tenemos un sacramento, el de la confesión, en el que Dios nos ofrece revivir, como hizo Dimas, la parábola del hijo pródigo. La alegría que embargó su corazón al oír las palabras de Cristo también llena el nuestro cuando limpiamos nuestra alma. Se lo he oído decir a san Josemaría: que la confesión “es el sacramento de la alegría”. Y los sacerdotes, administradores del perdón de Dios, lo hemos podido comprobar miles de veces a lo largo de nuestra vida.

(publicado en El Confidencial)

 

Y Blas Pascal tenía razón

El pasado 4 de marzo París echó las campanas al vuelo.  ¿Motivo?: el pleno de las dos Cámaras de gobierno había ratificado la inclusión en el texto constitucional del derecho al aborto. La votación final arrojaba la abrumadora mayoría de 780 votos a favor y 72 en contra. Este resultado hizo que Versalles luciera sus galas, con diputadas ecologistas vestidas de blanco. Todo el acto, como si se tratara de un gran evento deportivo, se pudo seguir a través de una enorme pantalla en la plaza de Trocadero; y ¡cómo no! la Torre Eiffel especialmente iluminada, contribuyó a la fiesta.

Este evento merece algunas reflexiones trascendentes porque, pensándolo bien invita más a llorar que al festivo repicar de campanas. Sin salirnos de París, al conocer la noticia, mi imaginación voló a la iglesia de san Esteban del Monte, donde reposan los restos de santa Genoveva patrona de la ciudad, y los de Blas Pascal. Por momentos lo he imaginado levantándose de la tumba y alzando su voz para proclamar con fuerza dos de sus famosos pensamientos: “El corazón tiene razones que la razón ignora”; pero ni así: esta vez -añadiría el filósofo-, en Versalles no han acertado ni uno ni otra… Y también se habría acordado de su: “Jesús estará en agonía hasta el fin del mundo”. (Pensamientos, n.553).

En el siglo XVII, evidentemente, Pascal ni sus contemporáneos se plantearon debatir sobre el aborto, y aunque lo hubieran hecho no habrían podido apelar a las certezas que la ciencia médica nos ofrece hoy día para rebatir, junto con otros argumentos racionales, el mal llamado “derecho al aborto”. Pero los pensamientos pascalianos sí arrojan luces para defender que toda vida humana, por su trascendencia y valor supremo, es una realidad que comienza en el seno materno, toca lo sagrado y suprimirla entraña un gravísimo ultraje. Por eso he querido despertar a Pascal de su tumba y hacer oír su voz.

En la votación del día 4 se ausentaron los dos referentes -cabeza y corazón- de su famoso binomio: el corazón no hizo oír sus razones, ni la razón aportó argumentos válidos. La máxima de Pascal admite diferentes lecturas; la que considero acertada, libre de prejuicios, no implica básicamente que corazón (sentimientos) y cabeza (razón) hayan de ignorarse o contraponerse como si fueran enemigos enfrentados, sino todo lo contrario: deben caminar unidos. Nos regimos por la inteligencia que puede “leer” el genuino sentido interno de la realidad, y conforme a esa lectura armonizarlo con el corazón. El despliegue del razonar intelectual, en su correcta lectura del verdadero sentido que nos muestran las realidades del mundo, “comunica” y llega al corazón de la persona para dirigir sus sentimientos, y así actuar rectamente. Entonces, en sintonía y unidad de acción, la obra que se realice -sea cual fuere- resultará conforme con la verdad y dignidad de la persona.

Siendo la unidad inteligencia-corazón el ideal de toda conducta, cabe sin embargo una disfunción del binomio y que sea el corazón, con su lenguaje propio, el que paradójicamente oriente y dé en la diana del recto actuar. Esto sucede cuando el juicio de la razón sobre un tema concreto – el “derecho al aborto”, en nuestro caso- ignore o no reconozca por motivos ideológicos o de otra índole, dónde está la verdad del tema en cuestión; y el corazón, entonces, salga en su ayuda. Pongo un ejemplo real, vivido hace dos años, que relataba en: “Las lágrimas del aborto”.

No era un titular retórico ni sensiblero, sino fruto de las lágrimas que había visto, expresivas de un dolor sincero -las “razones del corazón”, diría con Pascal- que reconocían claramente, como si fuesen lágrimas inteligentes, la verdad de un hecho reprobable: un aborto; es decir, la desnuda realidad de una grave injusticia que, en el momento de cometerla, la razón no la había reconocido como tal, ignorando su verdadera realidad. En la votación de París parece que la verdad de lo que es el aborto quedó ignorada, porque los dos referentes del binomio le dieron la espalda, dejando todo el protagonismo al componente ideológico.

 El hecho enlaza ya y tiene mucho que ver con la otra sentencia de Pascal, nacida de una visión trascendente de la vida y, más aún, desde su fe cristiana: “Jesús estará en agonía hasta el fin del mundo”. Audaz afirmación que cabe explicarla así: el conocimiento de Cristo, siendo Dios, trasciende los siglos y llega siempre hasta el “hoy” de cada momento histórico. Por eso pudo ver “anticipadamente” todos los eventos de la historia, sufriendo ya por todos los ultrajes ofensivos de la dignidad humana, y a la vez de la suya propia en cuanto hombre que era y también en cuanto Creador. Intuimos así que la “anticipada” agonía de Jesús en su Pasión por todos los futuros ultrajes, revive en Él -misteriosamente- con nueva actualidad, cuando llegado su “hoy histórico”, van aconteciendo en el curso de los siglos, como el evento del pasado lunes en París.

Se comprende que Juan Pablo II y Benedicto XVI hayan hecho suyo ese pensamiento de Pascal a propósito, precisamente, de sucesos que se han cobrado miles de vidas humanas. Así, en enero de 1994 el papa polaco convocó una jornada especial de oración y ayuno para pedir por la paz en los Balcanes. Se refirió a las “queridas poblaciones de aquellos territorios, a las que seguramente se puede aplicar de forma dramática las palabras de Pascal: ‘Jesús estará en agonía hasta el fin del mundo’”. E insistía: “Es difícil no vislumbrar en los acontecimientos que vienen sucediéndose desde hace años en la ex-Yugoslavia precisamente "la agonía de Cristo que continúa hasta el fin del mundo...". (Audiencia, 12-I-1994).

Benedicto XVI, por su parte, en abril de 2009 decía: “La pasión del Señor continúa en el sufrimiento de los hombres. Como escribe con razón Blaise Pascal, ‘Jesús estará en agonía hasta el fin del mundo’” (Audiencia 8-IV-2009). Y de nuevo, en su viaje al Reino Unido: “En la vida de la Iglesia, en sus pruebas y tribulaciones, Cristo continúa, según la expresión genial de Pascal, ‘estando en agonía hasta el fin del mundo’” (Homilía, Westminster, 18-IX-2010). 

En pleno azote de la pandemia, el papa Francisco reafirmaba que “la vida que estamos llamados a promover y defender no es un concepto abstracto, sino que se manifiesta siempre en una persona de carne y hueso: un niño recién concebido, un pobre marginado, un enfermo solo y desanimado...” (Audiencia 25-III-2020). La Pontificia Academia para la Vida ha recordado esa audiencia de Francisco y reafirmado el pasado día 4 que «en la era de los derechos humanos universales, no puede existir el 'derecho' a quitar una vida humana» (Pontificia Academia, “Declaración” 4-III-2024).

Aunque Blas Pascal no haya visto lo sucedido en el Palacio de Versalles pienso que, de haber estado allí, se habría reafirmado en su sentencia: “Jesús estará en agonía hasta el fin del mundo”. Y de haber podido votar en ese pleno, me da que lo habría hecho con la minoría, yendo contracorriente. No en vano, esas palabras sobre la agonía de Jesús las completó con estas otras: “no hay que dormir en este tiempo”. Hoy me he permitido despertarlo para que nos ayude a estar en una vigilia serena y lúcida, dispuestos a defender la verdad, aunque vaya contra contracorriente.

(publicado en El Confidencial)


jueves, 22 de febrero de 2024

ADORACIÓN EUCARÍSTICA

 


Luces de Cristo, invitado de bodas

Poco antes de Navidad ofrecía en esta “Tribuna” unas consideraciones que titulé “La Luz de Belén”; resaltaba con mayúscula el sustantivo “Luz” porque me refería al Niño-Dios, que dirá de sí mismo: “Yo soy la luz del mundo” (Jn 8, 12). Deseaba destacar que el Niño nacido en Belén, con su vida y enseñanzas, ha venido a iluminar todas las realidades de la vida humana.

Cristo como fuente suprema de Luz fue desvelando con destellos particulares y concretos el sentido último -y en definitiva, divino-, de las realidades centrales de nuestra existencia: la razón de ser y las raíces supremas del amor, de la familia fundada sobre el matrimonio, del trabajo, de la alegría y del sufrimiento, de la convivencia social…, y, sintetizando, de todo cuanto, sustancialmente, llena nuestra existencia, del nacimiento a la muerte. No en balde, san Juan Pablo II en octubre del 2002 quiso que, en el rezo del Rosario, considerásemos los cristianos cinco importantes momentos de la vida pública del Señor, desde su bautismo en el Jordán hasta la víspera de su muerte cuando instituye la Eucaristía. Fueron realidades de su vida que llaman a iluminar las nuestras, y despertar en ellas el eco que Dios espera.

 Es hoy mi intención recordar qué sentido y enseñanzas nos ofrecen las luces del segundo misterio de luz, con que Cristo con su presencia en las bodas de Caná, ha querido iluminar la realidad del matrimonio y de la familia. Lo haré trascribiendo palabras del Catecismo de la Iglesia que comentan ampliamente aquel episodio.

Sucedió al inicio mismo de su vida pública; con su sola presencia allí ya parece bendecir aquella fiesta y la bondad natural del amor entre varón y mujer. Su aprecio y afecto mutuos, queridos por Dios al crear la naturaleza humana, tienen su culminación propia en el amor esponsal, cuando uno y otra se entregan recíprocamente para siempre, en un compromiso de fidelidad conyugal propio y exclusivo del matrimonio. Es una realidad que no admite recortes ni ambigüedades, como reafirma explícitamente el Catecismo, en el número 1614:

“En su predicación, Jesús enseñó sin ambigüedad el sentido original de la unión del hombre y la mujer, tal como el Creador la quiso al comienzo: la autorización, dada por Moisés, de repudiar a su mujer era una concesión a la dureza del corazón (cf Mt 19,8); la unión matrimonial del hombre y la mujer es indisoluble: Dios mismo la estableció: "lo que Dios unió, que no lo separe el hombre" (Mt 19,6).

“Nada más doloroso y devastador que un divorcio», se lee en la pantalla, antes del título de la película “Infiel”, obra de Ingmar Bergman. Así es, en efecto, y por eso resulta difícil entender que no pocos hablen del divorcio como un “progreso” cuando, aparte de sus evidentes consecuencias destructivas, cuenta desgraciadamente con muchísimos siglos de historia. Pero más allá de las diferentes causas que conduzcan a la ruptura del vínculo matrimonial, siempre hay una razón clave; es la señalada por Jesús al contestar a los judíos que le interpelan sobre el “por qué” del divorcio autorizado por Moisés. Es “la dureza del corazón”, les dice; en otras palabras, es la muerte del amor entre marido y mujer lo que lleva a la ruptura.

Por eso, es fundamental tener un concepto verdadero de lo que es el “amor” y lo que supone “amar de verdad”, para no llamarse a engaños. El amor verdadero entre las personas -con sus diferentes modalidades: esponsal, fraterno, de amistad, etc.- conlleva necesariamente mirar más y en primer lugar, por el bien de la otra persona que por el bien propio. Si esto se olvida o desconoce, entonces se parte ya de un amor egoísta, desprovisto de alas, malogrado, y con etiqueta de caducidad. Se comprende también que todo amor verdadero despierte un eco de análoga correspondencia y, cuando esto sucede, salta la chispa de la felicidad  al experimentar que se ama a la otra persona, con olvido de sí, y que se es amado y correspondido de la misma manera. Es un amor mutuo que “trasciende” a las personas que así se aman, impulsándolas más allá de sí mismas, con vistas a una meta común que las enriquece. Lo ha expresado muy bien A. de Saint-Exupéry, en “El Principito”, cuando pone en sus labios estas palabras: "El amor no consiste en mirar al otro, sino en mirar juntos en la misma dirección."

Algo semejante cabe decir de la felicidad que reporta el amor verdadero, porque no se alcanza buscándola como objetivo primordial e inmediato, egoísta, sino que llega como meta y resultado de una entrega en favor de la persona amada. También aquí Saint-Exupéry es clarividente al decir: “Si quieres comprender la palabra felicidad, tienes que entenderla como recompensa y no como fin."

Pero volvamos a la participación de Jesús en las bodas de Caná. Decía que su sola presencia ya era como una bendición del amor de los esposos. Una presencia anticipadora de dos realidades maravillosas: en primer lugar, la del propio desposorio de Cristo con su Iglesia, en “las bodas del Cordero” (Ap 19, 9), que llegaría tres años después, con la entrega de su vida en la Cruz, anticipada la víspera de modo sacramental al instituir la Eucaristía, convirtiendo el pan en Cuerpo y el vino en su Sangre. Y en segundo lugar, la otra gran realidad: la omnipotencia con la que Cristo en Caná, convirtió el agua en vino para alegría de los esposos e invitados, fue como el anticipo de la gracia que conferirá a los esposos cristianos en el futuro sacramento del matrimonio, para que puedan vivir mejor la mutua fidelidad.

Así expresa el Catecismo de la Iglesia las mencionadas realidades: “El signo del agua convertida en vino en Caná (cf Jn 2,11) anuncia ya la Hora de la glorificación de Jesús. Manifiesta el cumplimiento del banquete de las bodas en el Reino del Padre, donde los fieles beberán el vino nuevo (cf Mc 14,25) convertido en Sangre de Cristo”. (Catecismo, n. 1335)

Y por lo que mira al sentido esponsal del amor, tanto entre los cónyuges de Caná como entre Cristo y su Iglesia, lo expresa así: “Toda la vida cristiana está marcada por el amor esponsal de Cristo y de la Iglesia. Ya el Bautismo, entrada en el Pueblo de Dios, es un misterio nupcial. Es, por así decirlo, como el baño de bodas (cf Ef 5,26-27) que precede al banquete de bodas, la Eucaristía. El Matrimonio cristiano viene a ser por su parte signo eficaz, sacramento de la alianza de Cristo y de la Iglesia”. (Catecismo, nº. 1617). En línea con estas recíprocas analogías, y más concretamente en la existente entre Cristo esposo de la Iglesia, y los cónyuges varones en su matrimonio, escribirá san Pablo: "Maridos, amad a vuestras mujeres como Cristo amó a la Iglesia y se entregó a sí mismo por ella, para santificarla" (Ef 5,25-26), y añadiendo enseguida: "`Por eso dejará el hombre a su padre y a su madre y se unirá a su mujer, y los dos se harán una sola carne'. Gran misterio es éste, lo digo respecto a Cristo y a la Iglesia" (Ef 5,31-32). (Catecismo, n- 1616)

Y todo, al fin, concuerda y se complementa con esta invitación del Catecismo a los esposos cristianos, para seguir las huellas esponsales de Jesús: “Viniendo (Cristo) para restablecer el orden inicial de la creación perturbado por el pecado, da la fuerza y la gracia para vivir el matrimonio en la dimensión nueva del Reino de Dios. Siguiendo a Cristo, renunciando a sí mismos, tomando sobre sí sus cruces (cf Mt 8,34), los esposos podrán "comprender" (cf Mt 19,11) el sentido original del matrimonio y vivirlo con la ayuda de Cristo. Esta gracia del Matrimonio cristiano es un fruto de la Cruz de Cristo, fuente de toda la vida cristiana.” (Catecismo n. 1615).

Parece muy necesario reavivar en las catequesis previas al matrimonio, la doctrina recordada en las líneas precedentes. Así, los futuros cónyuges, sabrán valorar mejor la gracia divina que reciben en el sacramento; una gracia que, procedente del amor de Cristo en la Cruz, es fuerza divina y permanente, necesaria para mantener su mutua fidelidad y para el bien de la familia que formen. Aquí cabría completar las palabras de Saint-Exupéry antes mencionadas, introduciendo la gracia de Cristo en el amor de los esposos, y sonarían así: “El amor no consiste en mirar al otro, sino en mirar juntos, con Cristo, en la misma dirección."

(publicado en el Confidencial)

Alegría en el corazón de Dimas

Hemos entrado en Cuaresma, tiempo de preparación para celebrar la Semana Santa, con la Pascua cristiana: el triunfo de Cristo, después de su...