miércoles, 24 de febrero de 2021

Charlas cuaresmales: Comunidades acogedoras: Necesidad y posibilidades (Imanol Zubero)

 

Charlas cuaresmales

 Comunidades acogedoras: Necesidad y posibilidades (Imanol Zubero)

 

Vivimos tiempos extraños y difíciles. Añoramos el contacto, los abrazos, las palmadas en la espalda, los apretones de manos, juntarnos para celebrar, para reivindicar.

 

Y esto, que surge de una situación tan negativa, es una excelente ocasión para repensar la comunidad.

 

¿Son nuestras comunidades hoy menos acogedoras que en otros momentos de la historia?

 

¿Estamos más solas, más enfrentadas? Aunque es fácil responder que sí, y las librerías, bibliotecas y periódicos están llenas de ensayos y reflexiones que parecen afirmarlo, me parece que un simple SÍ o NO sería una respuesta muy insuficiente.

 

Hay que empezar aclarando que no se trata de una situación coyuntural. La pandemia y las medidas adoptadas para combatirla (la disminución o limitación de los contactos para reducir los contagios) no son la causa o el detonante de nuestra preocupación por la comunidad.

 

Ya antes de la pandemia los efectos de la soledad y el aislamiento social se estaban abordando como un nuevo y preocupante problema social y de salud pública. En enero de 2018 Gran Bretaña impulsó un denominado “Ministerio de la Soledad”, problemática que afectaba a 9 millones de personas en ese país (el 14% de la población total), y a más de la mitad de las personas mayores de 75 años.

La ciudad de Barcelona tiene un Observatorio de la Soledad.

 

Entre 2018 y 2019 se desarrolló en Gipuzkoa el proyecto "Bakardadeak / Soledades”, para el estudio de la soledad en las personas mayores.

 

 Soledad, distinguiendo entre:

 

•soledad social: personas que se sienten abandonadas o echan de menos la compañía de los demás;

          •soledad emocional: no tener suficientes personas a las que recurrir o en las que confiar plenamente en caso de necesidad.

 

Riesgo de aislamiento social, también de dos tipos:

 

•Las personas cuya red familiar es pequeña (tamaño), lejana (cercanía emocional) o suscita poca confianza de prestar apoyo en caso de necesitarlo sufren aislamiento de la red familiar.

•Las personas cuya red de amistad es pequeña (tamaño), lejana (cercanía emocional) o de poca confianza para prestar apoyo sufren aislamiento de la red de amistad.

 

Según una encuesta, reciente un 43,6% de la población española está en riesgo de aislamiento social o se siente sola; un 11,8% está en las dos situaciones a la vez, y solo un 44,6% no declara ningún tipo de riesgo de aislamiento social o sentimiento de soledad. Es decir, más de la mitad de la población encuestada siente algún tipo de soledad o tiene algún riesgo de estar aislada socialmente.

 

El riesgo de aislamiento social, ya sea de la red de amistad o la red familiar, es generalmente mayor entre los hombres, entre las personas con menor nivel educativo y va aumentando con la edad. La falta de red de amistad es especialmente preocupante a partir de los 65 años, edad que coincide con la jubilación. Más de un cuarto de los mayores de entre 65 y 79 años están aislados de la red de amigos y son casi la mitad entre los mayores de 80 años.

 

 El aislamiento de la red de amistad es mayor que el aislamiento de la red familiar (23,3% y 13,3%). En otras palabras, la familia está más presente que las amistades y protege más del riesgo de aislamiento social a lo largo de la vida.

 

Pero si bien es cierto que la vejez es la etapa del ciclo vital en la que más inciden la soledad y el aislamiento, es importante subrayar que ambos fenómenos también están presentes en edades intermedias del ciclo vital. En torno a un 30% de las personas de 40 a 65 años experimenta aislamiento social y más del 35% sufre soledad emocional. Teniendo en cuenta que ese es el momento del ciclo vital en el que estamos más ocupados y desempeñamos roles sociales que nos vinculan a otras personas (paternidad, trabajo...), se abre un panorama pesimista sobre la evolución de los niveles de soledad de esas personas cuando se hagan mayores.

 

¿Qué nos está pasando? ¿Cómo es posible que en la época en la que más claramente experimentamos la interconexión entre generaciones, entre territorios, entre naciones, la época en la que más facilidades tenemos para conectarnos física y

11tecnológicamente, sea también la época en la que (no sé si más que en otras) nos sentimos tan solas y solos, y sufrimos tanto por ello?

 

Soy sociólogo y estoy entrenado para convertir los problemas sociales en problemas sociológicos, y esto lo hago fijándome sobre todo en factores estructurales que nos ayuden a comprender lo que nos pasa. Con esto de factores estructurales quiero decir que no creo que las razones haya que buscarlas en cambios psicológicos (como si hubiéramos perdido la capacidad de relacionarnos) o en mutaciones antropológicas (nos hemos convertido en seres absolutamente egoístas, que no soportamos el menor lastre que limite nuestra libertad personal, y no cabe duda de que los vínculos humanos son, en cierto modo, una limitación a nuestra soberanía individual).

 

Creo que seguimos siendo, en lo esencial, los mismos seres humanos que éramos hace 50, 100 o 1.000 años, con similares necesidades de reconocimiento, cuidado, comprensión, amistad y amor. Necesitamos de las demás y de los demás tanto como siempre.

 

Nos lo recuerda la politóloga Joan Tronto: “Una ética del cuidado es una aproximación a la vida personal, social, moral y política que parte de la realidad de que todos los seres humanos necesitamos y recibimos cuidado y damos cuidado a otras y otros. Las relaciones de cuidado son parte de lo que nos identifica como seres humanos”.

 

 Los seres humanos somos vínculo social. El mito del individuo independiente, que un buen día se plantea firmar un contrato con otros individuos igualmente independientes para constituir una sociedad es, simplemente, una falacia. Se trata del mito fundacional del liberalismo, pero no es más que eso, un mito: ¡cómo si pudiéramos elegir no ser sociales! Los humanos somos seres inevitablemente sociales. Otra cosa es qué tipo de relaciones sociales escogemos mantener con las demás y los demás: relaciones de cooperación, de competencia, de explotación, de amor, de reconocimiento, de eliminación física... Pero no existe nada parecido al self made man, a la mujer o al hombre “hecho a sí mismo”. Nos hacemos con otras y con otros. Somos, además, seres radicalmente vulnerables y, por ello, dependientes. Si algo bueno podemos sacar de estos tiempos de pandemia es, justamente, el reconocimiento y la afirmación de nuestra condición social.

 

¿Qué es lo que ha cambiado en estos últimos 50 o 100 años, si no es nuestra humanidad?

 

Lo que ha cambiado es el entorno institucional en el que vivimos nuestras vidas. Lo que ha cambiado es la sociedad, que en algunos aspectos ha hecho más fáciles los vínculos (o algunos vínculos) y en otros los ha vuelto mucho más complicados, a veces diría que prácticamente imposibles.

 

Crecientemente hemos ido pasando de sociedades pequeñas, territorialmente localizadas, donde todo estaba relativamente cerca, de contactos repetidos y cotidianos, a sociedades cada vez más grandes y complejas, deslocalizadas, fragmentadas, aceleradas.

 

Se trata de un tema complejo y voy a asumir el riesgo de caer en la simplificación, pero espero no en la caricatura.

 

 Os propongo que nos fijemos un momento en las medidas que desde muchas instituciones públicas y entidades sociales se están proponiendo para intentar revertir los procesos que generan soledad y aislamiento.

 

Por ejemplo, fijémonos en la iniciativa “Prevención de la soledad no deseada”, presentada en enero de 2018 dentro del Plan Madrid Ciudad de los Cuidados.

 

Madrid implicará a los vecinos de los barrios en la detección de mayores que sufren de soledad. La vertiente vecinal y comunitaria implica involucrar a los vecinos de los barrios en la detección de casos de soledad

 

-las llamadas “antenas”- y en la creación de redes de apoyo. “La idea es que el farmacéutico, el comerciante o todas esas personas que están en contacto con los mayores, puedan detectar que un vecino ya no acude todos los días, o está más abandonado o cualquier signo de una situación de soledad”.

 

Vaya, pues me parece muy bien, pero esta novedosa propuesta me recuerda a algo muy viejo: se llama vida de pueblo o de barrio.

 

Lo explicaba muy bien la psicóloga canadiense Susan Pinker en un interesante libro de 2014 titulado “El efecto aldea” (The Village Effect) en el que muestra cómo y por qué el contacto cara a cara es crucial para el aprendizaje, la felicidad, la resiliencia y la longevidad. También los lazos personales más laxos son importantes, ya que se combinan con nuestras relaciones cercanas para formar una “aldea” personal a nuestro alrededor, que ejerce efectos sanadores sobre nuestras vidas.

 

Pero ahora pensemos en cómo son los espacios urbanos en los que vive la mayoría de las personas, o en los ritmos de trabajo de quienes tienen un empleo, o en las angustias diarias de quienes viven en riesgo de exclusión, atenazadas por la incertidumbre ante el mañana. ¿Diríamos que todas estas son circunstancias que facilitan el “efecto aldea”, que nos permiten disfrutar del contacto cara a cara, pausado, afectivo?

 

Es evidente que no.

 

Y este es, en mi opinión, el problema esencial. No es que nos hayamos convertido en autómatas egoístas, en monstruos individualistas. El problema es que las condiciones materiales, espaciales y temporales para poder practicar, fortalecer y degustar nuestra dimensión social son cada vez más precarias.

 

La construcción y el mantenimiento de vínculos sociales sólidos, de comunidad, necesita de espacios adecuados, de tiempos oportunos y de condiciones materiales (económicas) de suficiencia.

 

Pero la realidad es que los tiempos del empleo chocan con los tiempos de la crianza y de la participación ciudadana, los espacios para el encuentro gratuito se mercantilizan. No tenemos tiempo ni espacios que faciliten o animen al encuentro gozoso, libre, como un fin en sí mismo.

 

FRATELLI TUTTI: “En algunos barrios populares, todavía se vive el espíritu del “vecindario”, donde cada uno siente espontáneamente el deber de acompañar y ayudar al vecino. En estos lugares que conservan esos valores comunitarios, se viven las relaciones de cercanía con notas de gratuidad, solidaridad y reciprocidad, a partir del sentido de un “nosotros” barrial. Ojalá pudiera vivirse esto también entre países cercanos, que sean capaces de construir una vecindad cordial entre sus pueblos”.

 

Hay quienes llevan tiempo proponiendo como paradigma para reconstruir o reforzar la convivencia y la cooperación el “patriotismo de barrio” o el “barrionalismo”. No es un mal lugar (lugar físico y lugar mental) para empezar. Todavía hoy, a pesar de todos los cambios sociales que afrontamos, las comunidades y las celebraciones cristianas continúan firmemente asentadas en el espacio de los barrios y los pueblos. Muchas veces la iglesia es casi el único recordatorio de esa vida de aldea o de barrio que otras instituciones (la escuela, el comercio tradicional, el médico de familia...) han ido abandonando por diversas circunstancias.

 

Entonces, ¿de lo que se trata es de volver a la comunidad? Richard Sennett señala que hay tres maneras de realizar una reparación: “Hacer que el objeto parezca nuevo, mejorar su operatividad o modificarlo por completo. En la jerga técnica, estas tres estrategias son la restauración, la rehabilitación y la reconfiguración. La primera se rige por el estado originario del objeto; la segunda mejora partes o materiales con la preservación de la forma antigua; la tercera reimagina la forma y el uso del objeto en el curso de la reparación. Todas las estrategias de reparación dependen de la idea inicial de que lo que se ha roto puede arreglarse”.

 

¿Puede arreglarse la comunidad? Yo creo que sí. Para ello, debemos empezar por ponernos de acuerdo en cuál es el sentido que damos a la palabra comunidad.

En esta tarea, puede sernos de utilidad recuperar la distinción de Bauman entre comunidad estética y comunidad ética:

 

•“La característica común a las comunidades estéticas es la naturaleza superficial y episódica de los vínculos que surgen entre sus miembros. Los vínculos son desmenuzables y efímeros [...] en realidad no atan. Son, literalmente, «vínculos sin consecuencias»”.

•Frente a estas, la comunidad ética está “tejida de compromisos a largo plazo, de derechos inalienables y obligaciones irrenunciables”. Siempre atentos, eso sí, a “ampliar el ámbito de la «comunidad ética» en vez de reducirlo”. Una comunidad ética sería, desde esta perspectiva, una comunidad “de individuos” paradójicamente abierta, construida “a partir del compartir y del cuidado mutuo”.

 

En alguna otra ocasión yo he diferenciado entre dos ideales de comunidad muy distintos recurriendo a este juego de palabras:

 

•Por un lado, estaría la comUNIDAD: pensada y construida desde una perspectiva unionista, homogeneizadora, que privilegia el sujeto identitario (“¡Nosotros”) frente a los valores y los fines de la construcción comunitaria (un poco al modo del trumpismo y populismos similares, que enarbolan la bandera de volver a hacer grande, o fuerte, o unida, o segura la comunidad nacional sin preocuparse de por qué o para qué). Se trata de comunidades defensivas, temerosas, cerradas, excluyentes.

•Por otro lado, estaría la COMUNidad: imaginada y construida desde una perspectiva abierta a la complejidad y a la diversidad internas, también a las realidades exteriores a la propia comunidad. No se cierra, aspira a ser lo más incluyente posible, hospitalaria, acogedora, solidaria, servicial.

 

          ¿Mediante qué estrategia de reparación? No, desde luego, mediante la restauración o la rehabilitación, pretendiendo una imposible y muchas veces indeseable vuelta atrás, a comunidades cerradas, defensivas, excluyentes.

Yo diría qué mediante su reconfiguración, es decir, reimaginando la comunidad para este tiempo y este lugar.

La socióloga Marina Subirats atribuyó a una ‘utopía disponible’ el gran aumento del apoyo al independentismo que se ha vivido en Catalunya los últimos años. Podemos decir lo mismo de otros “ismos” que proliferan en el mundo en los últimos años. Desde luego, podemos decirlo de muchos de los populismos existentes, apoyados sobre el temor de tanta gente a quedarse atrás, a ser invisibilizada, a convertirse en población sobrante.

¿Puede ser la “COMUNidad acogedora” la utopía disponible que nos ayuda a superar la epidemia de soledad no deseada, pero también la terrible pandemia del aislamiento entre el mundo de las personas integradas y las excluidas, de las personas mayores y de las jóvenes, de los países enriquecidos y de los empobrecidos en este mundo global cada vez más desigual?

Puede, pero hay que ser muy conscientes de cuáles son los obstáculos para construir estas comunidades acogedoras, abiertas, inclusivas: el miedo a que abriendo las puertas acabemos quedándonos sin nuestra propia casa.

En un mundo no sólo de “extraños llamando a la puerta” (Bauman, 2016), sino de extrañas y extraños viviendo puerta con puerta, la alternativa al cierre no puede ser la condena a la intemperie. La respuesta al lamento por la pérdida del hogar y a la demanda de recuperarlo mediante la erección de muros y el bloqueo de puertas y ventanas no puede ser la demolición de toda residencia, de todo sentimiento de pertenencia, de toda sensación de hogar.

Reconfigurar la comunidad, tal vez, desarrollando la provocadora propuesta de Gianni Vattimo: “pasar del universalismo a la hospitalidad”. Para ser hospitalario preciso de una casa, pero también de una cultura de la acogida, el reconocimiento y la escucha.

Todas y todos estamos familiarizados, porque las hemos utilizado en muchas ocasiones, con las expresiones siguientes: “te invito a mi casa”, “siéntete como si estuvieras en tu casa”, “esta es tu casa”. Son expresiones de acogida, de apertura, de hospitalidad. Pero no significan exactamente lo mismo: indican una gradación cuando menos implícita en la apertura del propio hogar. La primera, “te invito a mi casa”, marca claramente la diferencia entre la persona legítimamente propietaria del hogar y aquella a la que esta invita en ejercicio exclusivo de su voluntad; la segunda, “siéntete como si estuvieras en tu casa”, supone un paso más, convierte a la persona invitada en algo diferente, la anima a disfrutar de prerrogativas similares a las de la persona propietaria; la tercera, “esta es tu casa”, lleva el acto de compartir la residencia plenamente, igualando en la práctica a ambas personas.

“Esta es tu comunidad”. Este es tu país. Esta es tu tierra.

En FRATELLI TUTTI el papa Francisco afirma lo siguiente, vinculando esta encíclica con su anterior LAUDATO SI: “Cuidar el mundo que nos rodea y contiene es cuidarnos a nosotros mismos. Pero necesitamos constituirnos en un “nosotros” que habita la casa común”.

Por su parte, la ya citada Joan Tronto, junto con otra autora, Berenice Fisher, definían así el cuidado hade ya unos años: “Una actividad de especie que incluye todo aquello que hacemos para mantener, continuar y reparar nuestro «mundo» de tal forma que podamos vivir en él lo mejor posible. Ese mundo incluye nuestros cuerpos, nuestros seres y nuestro entorno, todo lo cual buscamos para entretejerlo en una red compleja que sustenta la vida”.

Fijémonos bien: somos comunidades asentadas en barrios y pueblos llamadas a ser, entre otras cosas, comunidades cuidadoras. Yo diría que no estamos mal posicionadas para afrontar el reto de construir comunidades acogedoras tanto en la dimensión local como en la global. Al contrario, me atrevo a decir que este es el ADN de las comunidades cristianas.

¿Y si aprovechamos este tiempo de Cuaresma para revisarnos desde esta perspectiva?

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